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Mi despedida de Caballero Bonald

Hace 94 años que nació en Jerez aquella voz singular de la poesía y la narrativa española, un alucinado que en los rumores del misterio se ha explicado la realidad, que cuando frecuentó el ensayo lo hizo con rigor, pero sin renunciar a la creatividad que impuso imaginación a lo comprobable. Y que cuando me contó su vida, la vida, en sus espléndidas memorias, Tiempo de guerras perdidas, no renunció a ampliar el diafragma de su cámara o a reducir la escena a conveniencia de lo contado. Pero no para modificar lo cierto, sino para aceptar de la memoria los matices que el tiempo impuso a la fotografía. Minucioso en la narración de lo vivido, Caballero Bonald no ha confió en la memoria como quien confía en un acta notarial, sino como quien se entrega a los clarooscuros del tiempo, aceptando las trampas de la memoria, que no fue un catálogo de exactitudes sino de interpretaciones.

Como memorialista fue la negación del fatuo y pasó con modestia por la historia, y de la experiencia del individuo que cuenta su vida sin tapujos, o sólo con los tapujos que el pudor le impone, después de haber luchado contra él, extrajo un retrato menos adulterado de una época que el de los historiadores y los políticos, un retrato que no excluyó los escenarios domésticos de la clandestinidad, los bares y cenáculos donde nos desarreglábamos ni las incoherencias más simpáticas en las que incurríamos. Y rehusó por lo general en su costumbre de vivir al empeño del héroe o del presumido. Gustó más de exagerar con humor adversidades, pequeñas cobardías o torpezas propias, cuando se retrató con elegancia como perdedor, sin patetismos ni quejas, nos permite a veces asistir a sus exageraciones, verdades al fin de tan connaturales en él, con pleno asentimiento. La finura con que en unos trazos criticó a alguien no impidió la contundencia del golpe que le asestó, y el amor, la fidelidad y la lealtad a otros que nutrían sus recuerdos completaban su retrato de intelectual decente, que si ha retocado para bien su fotografía de la memoria.

Pero Caballero Bonald no se metió en las brumas del tiempo para ocultarse, ni gustó de la palabra hermosa para dulcificar el relato de la realidad no complaciente, buscó en la bruma la misteriosa realidad que la memoria pudo distraerle con sus engaños y empleó la palabra querida para expresar el coraje.

El coraje ciudadano de Caballero Bonald no fue nunca cautivo de sus embelesos, y la edad, lejos de rebajar su ira socarrona, incrementó sus rabias de joven de 94 años que nunca fueron las de un cascarrabias, sino las de un infractor de manual, como demostró siempre en su poesía. Cuando más corajudo fue exhibió más la ironía y el humor lo redimió de cualquier lejana tentación panfletaria.

Su mirada fue franca, acogedora, risueña si maliciosa, pero fue la mirada ensimismada de un hombre concentrado que miró al mar.

Adiós, mi querido Pepe. Mi vecino madrileño tan cercano. Adiós.

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