Daño nuevo, imagen nueva. Pablo Iglesias dejó el juego de tronos monclovita para acudir al rescate de sus fuerzas en la batalla de Madrid y salió trasquilado. Nunca peor dicho. A sus enemigos les ha quitado la hiel capilar de los labios: ya no podrán referirse a él machaconamente como “el coletas”, aunque les queda suficiente munición faltosa en sus zurrones para seguir sustituyendo argumentos por insultos. A Iglesias siempre le gustó hacer(se) el pijo y tan pronto se presentaba en la alfombra roja de los “Goya” con esmoquin como fardaba de indumentaria sin mangas: “Hemos empezado por nacionalizar el fachaleco, pero vamos a expropiarles todo lo demás”. Ocurrencias de parvulario más que mensaje patibulario, pellizcos triviales para atizar el ruedo de las redes (a)sociales, un trapo rojo para miuras embravecidos. A la espera de conocer su destino (mediático, dicen), el hombre que quiso asaltar los cielos va preparando con ruego amigo su deslizamiento estético hacia posiciones menos calurosas y clásicas, hasta el moño de la política de moquetas en la que ha demostrado no tener caparazón galapagar y sí una piel muy fina.