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Jonás Fernández

Toma de decisiones y “buen gobierno”

El aumento del poder de los primeros ministros

La crisis financiera de hace ya una década sacudió el marco institucional y el debate público en nuestro país. La recesión económica y las medidas de ajuste presupuestario que la siguieron, ante la ausencia de un consenso europeo para tratar aquella crisis como la presente, atraparon a España en una crisis política de largo alcance. Surgieron entonces nuevos partidos críticos con el supuesto bipartidismo previo con una agenda de reformas centradas en el sistema electoral, la ley de partidos y en otros muchos aspectos. Con independencia del rápido envejecimiento de esas nuevas formaciones políticas, muchos de los problemas que identificaron necesitaban ciertamente una respuesta urgente, si bien sus recetas, en muchos casos, no resultaron del todo adecuadas.

Ahora bien, había en ese diagnóstico algunos asuntos que se pasaron por alto. Quizá algunos de ellos siguen demasiado ocultos en el debate público y, por lo tanto, sin tratamiento. Me refiero aquí a la pérdida de la naturaleza colegiada de los órganos ejecutivos de las instituciones, pero también de los partidos. Me explico. Cuenta Tony Blair en sus memorias (“A Journey”, Random House, 2010) que, una vez alcanzado el poder en las elecciones de 1997, tomó la firme de decisión de diluir el peso político del Consejo de Ministros para pasar a dirigir la acción del Ejecutivo a través de reuniones bilaterales entré él, el Primer Ministro, y el ministro de turno. Blair justifica esa reorientación de la acción política en la medida que los retos transformacionales del país eran tales que las deliberaciones del Consejo de Ministros se hacían eternas. Refleja también su desconfianza respecto a alguno de sus ministros, aún alineados con el “viejo laboralismo”. También influyó en esa decisión la relevancia de la comunicación del “nuevo laborismo” sobre la propia acción política, que aconsejaba centralizar toda la imagen del gobierno en un único interlocutor ante la sociedad.

Esta concentración de las labores ejecutivas en el Primer Ministro se fue replicando con los años en casi todos los países europeos, que disponían en su marco constitucional de un gobierno colegiado y solidario entre sus miembros. A este respecto, recuerdo con claridad algunas de las críticas que viejos ministros de los gabinetes de Felipe González hacían en privado al modo de ejercer el poder por parte de su sucesor socialista José Luis R. Zapatero. También he tenido la oportunidad de contrastar este viraje con algún presidente autonómico de los años ochenta y buena parte de los noventa. Frente al modelo colegiado de deliberación y toma de decisiones en el Consejo de Ministros se fue pasando a un sistema más centralizado y bilateral.

La cuestión se centra ahora es discutir si los poderes ejecutivos presidencialistas contribuyen más o menos al “buen gobierno” que los colegiados. Ejemplos hay en la historia y en el presente que aconsejan una u otra forma de gobierno. Sin embargo, atendiendo a la tradición parlamentaria de la gran mayoría de democracias europeas, sus constituyentes se inclinaron por dotar al poder ejecutivo de una naturaleza colegiada entendiendo que la descentralización del poder en carteras ministeriales autónomas, coordinadas por la deliberación y las decisiones del Consejo de Ministros guiadas por el Primer Ministro o Presidente, perfilaba el mejor sistema de decisiones con el objetivo de enriquecer los debates, minimizar los errores y orientar la acción política. Así lo creo yo también.

Por contra, la tendencia de las últimas décadas ha ido aminorando el campo de actuación de los ministros sectoriales a través de una expansión de la influencia presidencial. Si, en el pasado, el Presidente se limitaba a nombrar a los ministros, en la actualidad se observa el mismo proceso de nombramientos para otro tipo de puestos intermedios, de tal modo que los ministros ven limitada la capacidad de conformar sus propios equipos. Como resultado, los ministros pierden autonomía y, aún peor, autoridad dentro de sus ministerios, cuyos cargos intermedios responden ante quien les nombra y no ante su inmediato superior jerárquico. De este modo, el ministro ve reducida también su capacidad de fijar posición en los debates en el propio seno del gobierno y, finalmente, el Consejo de Ministros pierde su naturaleza colegiada.

Este camino ha exigido fortalecer los equipos humanos de las presidencias de los gobiernos en la medida que sus competencias informales se iban ampliando. Pero, a diferencia de la deliberación del Consejo de Ministros, donde existe solidaridad entre sus miembros, los equipos de las presidencias ofrecen una estructura vertical, haciendo recaer al fin y al cabo toda la responsabilidad en el Primer Ministro.

Pues bien, este modelo de funcionamiento que, por cierto, transmuta nuestros propios órdenes constitucionales, acaba dificultando el desarrollo del “buen gobierno” con un repliegue del poder que difumina la naturaleza deliberativa del Consejo de Ministros y reduce los controles internos, elevando la probabilidad de cometer errores.

Esta evolución tiene reflejo también en las propias elecciones legislativas, que cada día son más presidenciales, y en las que los candidatos a las distintas instituciones representativas ven difuminada su propia responsabilidad. Y, por supuesto, esta tendencia también se ha infiltrado en las formaciones políticas (quizá se inició en el seno de los propios partidos), y lo ha hecho incluso de una manera más acentuada en las organizaciones que clamaban por una “nueva política”. Quizá sea el momento de hacérselo mirar.

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