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Reyes de la nostalgia

La generación que gobierna España

Reyes de la nostalgia

No pinta bien la economía. Si tenemos en cuenta que es expresión de la base social, liderada por quienes han sido encomendados para su gestión, debemos, quienes nos dedicamos a analizar su funcionamiento bajo el enfoque de las ciencias sociales, poner nuestra mirada tanto en esa base social como en sus dirigentes.

Siempre he pensado, tal como recientemente he oído a un reputado arqueólogo y paleontólogo, que la estructura jerarquizada que atribuye poder a un líder, al que sigue el resto, es más propia de las manadas de lobos que de una civilización realmente avanzada, por lo que en ese aspecto no nos situamos en el nivel evolutivo que a veces pensamos, sobre todo cuando analizamos y nos “maravillamos” con los avances científicos, tecnológicos y culturales que hemos logrado. Hay una evidente descompensación. Aún queda mucho camino por recorrer.

Y quienes nos dirigen, a los que por edad podríamos incluir en la generación de niños y jóvenes de los 70 y 80, educados en un entorno desarrollista que pujaba por eliminar la sociedad tradicional, a base de crear ilusiones en esos niños y jóvenes que fueron criados para comerse el mundo, aunque la mayoría han acabado más bien como peones de un capitalismo urbano-industrial que se los ha comido a ellos, parecen vivir un permanente sueño de verano particular, en vez de dedicarse a gestionar eficientemente lo que se les ha encomendado.

Para ir de fiesta o de “guateque” vale cualquiera, pero para gestionar un país afectado por una pandemia mundial la cosa cambia. La receta fundamental que se transmite a los ciudadanos es la que observamos, por desgracia, de forma cada vez más habitual en los últimos tiempos, en muchas de las acciones de política económica impulsadas desde las administraciones públicas, y no es otra que la de la contradicción de medidas. No es de extrañar que ahora nos digan que nos quedemos en casa y que a la vez vayamos a los bares, o que no nos reunamos más de cuatro personas pero que vayamos a votar aunque tengamos coronavirus. Son quienes antes de la pandemia destinaban fondos a implementar políticas que persiguen, por ejemplo, centralizarlo todo en las áreas metropolitanas pero a la vez llenar los pueblos y aldeas más alejados de la misma; desarrollar la industria o los servicios, pero sin que se abandonen actividades productivas del sector primario; que no se pierdan oficios y actividades tradicionales y a la vez que se plantee una economía industrial exclusivamente; que se potencie la industria contaminante y que también se reduzcan las emisiones en la lucha contra el cambio climático; y así podría seguir poniendo ejemplos que se extraen de normativa de aplicación, sobre todo de convocatorias de subvenciones, muy bien dotadas de fondos públicos.

Bien es cierto que vivimos en un mundo en el que variables antagónicas nos obligan a buscar puntos de equilibrio y que el buen hacer está precisamente en buscar la complementariedad basada en una visión de conjunto que armonice su coexistencia, maximizando su rendimiento social, pero eso precisamente debe hacerse con una estrategia conjunta que persiga objetivos claros y medibles para su posterior contraste. Si simplemente dotamos de fondos, sin más, acciones antagónicas, para su desarrollo independiente, sin un plan global, especialmente cuando se hace para favorecer, contentar o acallar a colectivos de presión, bien posicionados, los resultados suelen ser negativos.

Lanzar discursos para incautos, saltarse colas de vacunación, plagiar tesis o falsear másteres, son algunos de los logros actuales más representativos de algunos de nuestros dirigentes, junto con la rapidez para abrir y cerrar bares, cambiar toques de queda y cuestiones similares. También cifras catastróficas de medición de la pandemia, inaceptables si se comparan con otros países, y la consecuente caída histórica del PIB.

Pensamiento infantil, propio de aquellos niños bien criados, o más bien, bien mimados, cuyo único objetivo en su infancia y juventud era vivir muchas aventuras en un entorno idílico bajo la protección y el cuidado paterno. Esta generación, que además es la mía, no levanta cabeza, pero nos gobierna (o más bien desgobierna), porque está en la edad de hacerlo.

Ya en la década de los noventa los movimientos de nostalgia tomaron relevancia y creo que han ido a más. Entre los cuarenta y los sesenta años se supone un estado de madurez óptimo en el desarrollo vital individual, pero entre quienes ahora tenemos esa edad prevalece un colectivo que extraña la niñez y la juventud, idealizadas de una forma y con una intensidad más propia de quienes tienen veinte o treinta años más. Quizás sea esto un síntoma de que estamos en un intervalo de tiempo donde el presente y el futuro no suponen una prioridad para quienes más deben aportar en su construcción. Postureo y cargo no son suficientes para los retos vitales a los que nos debemos enfrentar, aunque tal parece suficiente para los reyes de la nostalgia, que gestionan la realidad confundiéndola con su sueño personal o sus propios deseos, cueste lo que cueste.

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