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Elena Fernández-Pello

Violencia máxima

El maltrato infantil alcanza en España índices elevadísimos

Ilustración

A la mañana siguiente del hallazgo del cadáver de Olivia, la mayor de las dos hermanas secuestradas por su padre hace mes y medio en Tenerife, Juana Rivas ingresó en prisión. En 2017 se negó a entregar a sus hijos al padre y desapareció con ellos durante un mes. El progenitor había sido condenado por maltrato en España en 2009 y su ex mujer adujo, para retener a los niños, que temía que pudiera hacerles daño. En Italia, el país del hombre, las denuncias presentadas contra él fueron desestimadas. Es inevitable relacionar ambos casos y tentador extraer conclusiones rápidas.

El asesinato de Olivia, de seis años, es desgarrador. La búsqueda de su hermana Anna, de un año, continuaba a la hora en la que se escribían estas líneas. No hay adjetivación alguna que pueda abarcar ese horror. El destino de los hijos de Juana Rivas no ha sido, afortunadamente, tan trágico, aunque cargarán de por vida con la huella emocional que les dejarán las desavenencias entre sus padres.

Hace una década que la psicóloga clínica Sonia Vaccara utilizó por primera vez la expresión “violencia vicaria” referida a la que ejercen los hombres sobre sus parejas a través de los hijos. Se trata, ha explicado Vaccara, de que ciertos hombres, con un determinado perfil, no aceptan perder el control sobre sus antiguas parejas, de modo que, si no pueden someterlas a ellas directamente, ya sea a golpes o psicológicamente, intentarán hacerlo a través de sus afectos, de su familia, de sus amigos y, como no, de sus hijos.

El amor que algún día pudieron haber sentido esos padres por sus hijos desaparece. Pueden más el odio y el deseo de venganza y a partir de entonces para ellos los niños no serán ya más que objetos “para manipular, controlar y continuar maltratando e hiriendo” a la madre, según Vaccara. Se busca un “daño extremo”, más doloroso que cualquier golpe en carne propia.

La violencia vicaria, en su sentido general y literal, es cualquier daño causado a una persona a través de un tercero. También la infringen las mujeres, por supuesto, y no solo se circunscribe al ámbito familiar, pero cuando se produce en él, siguiendo el patrón de supremacía masculina que modela la sociedad, la inmensa mayoría de las veces las víctimas son las mujeres y los niños, aunque también las madres matan.

Hasta ahora las leyes contra la violencia de género obviaban el interés de los niños. No es que no se les tenga en cuenta, es que para una parte de la sociedad son adultos aún por hacer, propiedad y responsabilidad de los progenitores –madres y padres– que, por la supuesta autoridad que les confiere ese mandato biológico cumplido, pueden decidir lo que es bueno y lo que es malo para sus hijos. Pruebas hay de sobra, tristemente, de que a veces no es así, y sin necesidad de acudir a sucesos tan dramáticos como los de esta semana.

Los legisladores han dictado leyes para atajar la violencia machista, hechas para proteger a las mujeres, aunque a la vista de la acumulación de asesinatos de las últimas semanas su eficacia sea discutible, pero no han prestado apenas atención a los niños, más expuestos y con menos herramientas para defenderse. Ahora, con el asunto de la violencia vicaria, se corre el riesgo de perder el foco y de instrumentalizar, una vez más, a los menores.

El 24 de junio entrará en vigor la primera Ley Orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia de España, a la que los medios de comunicación –hay que reconocerlo– no le hemos prestado demasiado atención. Esa Ley requerirá recursos y energía para que sea efectiva y sirva a su propósito. Llega muy tarde para los más de 40 niños que en esta última década han muerto a manos de quienes debían haberles protegido, según los datos del Ministerio de Interior.

“Save the Children” publicó el año pasado un informe escalofriante sobre el maltrato infantil en España. La cuarta parte de los niños españoles han sido víctimas de maltrato por parte de sus padres, sus madres o sus cuidadores y menos del 10 por ciento de esos casos se denuncian.

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