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Josefina Velasco

Fronteras: la vida “al límite”

España y sus líneas divisorias más conflictivas y comprometidas

Frontera entre Ceuta y Marruecos. EP

Hay todo tipo de fronteras; reales e imaginarias. Existe en cada momento una frontera del conocimiento que se ensancha a medida que la ciencia y el progreso material y las comunicaciones hacen el mundo más interconectado. Vigilan sus lindes los países, las regiones o comunidades, las ciudades, los pueblos y los barrios. Delimitan su carácter los grupos humanos que conviven fijando «señas de identidad» a modo de separación. Aspiran otros a tener un territorio para marcar su contorno. Lo que subyace es la inseguridad, el miedo al otro, preservar lo propio.

En sentido político es «el límite exterior del territorio de un Estado, entendido como el espacio terrestre, marítimo y aéreo sobre el que ejerce su soberanía». Por eso la mayor parte de las fronteras quedaron conformadas con la constitución de los estados. Los Pirineos, entre Francia y España, son una excepción de 1659. Mirando el mapa mundial concluimos que muchas fueron trazadas a partir del siglo XIX con la formación de los Estados-Nación. «Son las cicatrices que deja la Historia sobre los mapas… conviven cicatrices antiguas ya olvidadas con otras más recientes que aún supuran» cuando los conflictos se reactivan. En la estable Europa, en Polonia, el Cáucaso o los Balcanes aún quedan llagas abiertas. Más al este están las de la disolución de la Unión Soviética; el conflicto no resuelto del Próximo Oriente; en el centro asiático, la inestabilidad indo-pakistaní; las repúblicas de Extremo Oriente, que aún sufrieron tras la Segunda Guerra Mundial y tienen enquistados desacuerdos y agravios; en «América del Norte sólo unos pocos cientos de kilómetros fronterizos, de los más de diez mil que hay, son anteriores a 1800». La frontera mexicana con Estados Unidos, sin estabilizar hasta mediados del XIX, sigue siendo un punto caliente con la presión migratoria creciendo. «En América del Sur conviven las primeras divisiones pactadas entre España y Portugal, que conformaron el actual Brasil (Tratado de Madrid, 1750), con las surgidas tras la infinidad de guerras posteriores a las independencias del Cono Sur». África, donde casi todas son posteriores a 1875, está marcada por una descolonización forzada, para no perder el control económico, que no tuvo en cuenta etnias, grupos, o territorios coherentes, arbitrariedades que diseñaron países cuyos conflictos hielan la sangre cuando despiertan odios tribales irresueltos. Hasta se creó un estado, Liberia, para enviar a los negros liberados norteamericanos, afroamericanos que ya nada tenían que ver con aquel lugar. Nadie es inocente. Y menos cuando los signos identitarios originales, de lenguas y religiones, se incentivan para diferenciar, algo demasiado frecuente en todos los rincones del planeta, hasta en los más integrados en esta globalización dispar.

Dicen que «los tramos fronterizos más antiguos del mundo están en España». Con Andorra la cosa data de un pacto de condominio firmado en 1278 entre el obispo de Urgell y el conde de Foix (poder heredado por Francia). El Tratado de Badajoz (1267) entre Alfonso X y Afonso III estableció el Guadiana hasta Ayamonte como línea fronteriza de los reinos de Castilla y Portugal; la geografía se utilizó para ello: los ríos Coa, Duero o el Miño fueron básicos; el Tratado de Alcañices (Zamora, 1297) estabilizó lo que pudo. Siguió habiendo fricciones. Pese a ellas, matrimonios y pactos familiares fueron frecuentes. La lusa emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, gobernó de hecho la monarquía hispánica en su ausencia. Esas uniones están en la base por la que Felipe II, el «hijo de la portuguesa», heredó Portugal en 1580. El «annus horribilis» de 1640, con la rebelión catalano-portuguesa, fue síntoma de una unión poco estable que se rompió definitivamente en 1668, en el Tratado de Lisboa. Se reprodujeron choques entre vecinos no siempre bien avenidos. Pero en la raya de los dos Estados, desde el XIX continuaron compartiendo vivencias, vecindades de los naturales que traficaban y contrabandeaban para sobrevivir a ambos lados. Vidas arriesgadas de hombres recios en la frontera. Hoy España y Portugal sellan una buena relación; hay proyectos conjuntos en los municipios limítrofes que ya no se dan la espalda. Las playas más concurridas por los extremeños son las portuguesas de Caparica; el Algarve es continuidad de Huelva; los Arribes del Duero (Douro) conservan la historia medieval que los hermana hasta con la Asturias que lanzó al sur la Reconquista; el río Tajo y sus problemas son cosa de dos, como otros muchos asuntos. Todo el límite hispano-portugués es sociedad mixta, aunque el idioma separe un poco, casi nada en la franja gallega. Los proyectos de cooperación transfronteriza con el apoyo de la Unión Europea (POCTEP); el paseo y almuerzo de amistad entre el Presidente portugués y el Rey de España; o el acuerdo para un mundial de fútbol conjunto no son tonterías, son síntomas de que la Historia común abre más puertas que cierra cuando hay voluntad.

La frontera sur de España, dejando la británica colonia de Gibraltar al margen, es hoy una zona de choque cuya tranquilidad exige diplomacia extrema para mantenerla en paz; y más si se tiene en cuenta que está en un continente cuyos habitantes, a veces en situaciones extremas, ansían una esperanza vital que solo encuentran aquí donde empieza el soñado «edén europeo», en Ceuta y Melilla, por avatares de la Historia frontera sur de la Unión Europea.

Si la ciudad de Ceuta, conquista portuguesa medieval, decidió permanecer en la corona castellana desde 1656 como «ciudad fidelísima», antes de la constitución de los estados nacionales, Melilla era castellana de facto desde que en 1494 sus habitantes pidieron ayuda a los Reyes Católicos contra el sultán de Fez. Demasiado tiempo. Fue un hecho la querencia por controlar el norte de África para asegurar la navegación y tranquilidad mediterránea. Ya en su testamento (1504) advertía Isabel La Católica «que no cesen de la conquista de África».

Siglos después, perdidas las colonias americanas, tras el trauma monumental de 1898, España se sumó al movimiento colonial europeo y emprendió con Francia la aventura marroquí. Vidas y recursos enormes costó aquello. El reino de Marruecos, independizado, se creó en 1956. En medio Ceuta y Melilla siguieron como un bastión. Hoy, en el entramado constitucional nacido en 1978, ambas son Ciudades Autónomas en un espacio aquejado de convulsiones. Alrededor subsiste todavía, en el recuerdo vivo de muchos, el fin del Protectorado español de Marruecos (1912-1956). De aquello quedó el «Sahara español», un episodio que es herida abierta pese a los acuerdos y resoluciones de la ONU. El último reemplazo militar español en el Sahara, el capítulo mal resuelto del franquismo agonizante, fue el de 1974-1975. Desde la «marcha verde», hace casi 46 años, con la que Hassan II lanzó a miles de sus ciudadanos y soldados al Sahara Occidental, «sin querer hacer la guerra a España», la relación se ha convertido en lo que más de uno definió como la historia interminable de un desencuentro entre dos reinos desiguales. Un desierto con una población autóctona, la saharaui, mermada, desplazada, dividida y amurallada y con proyectos de poblamiento e inversión marroquí de grandes dimensiones y expectativas por su riqueza minera y pesquera, además de la conexión con el resto del continente y el interés de países extranjeros.

Pero el reino alauí no es ningún paraíso y los jóvenes que hoy invaden en oleadas migratorias incentivadas Ceuta y Melilla «no quieren marroquinizar España sino españolizar Marruecos» (I. Torreblanca), porque no les ofrece expectativas. Allí se agolpan, también esperando una oportunidad, miles de africanos. Allí la vida es terrible, como en otras fronteras de este mundo global con injusticias en alza. Pese a que tengamos la piel fina y hayamos creado una «generación de cristal» a la que todo le hiere, las fronteras quebradas, hoy como ayer, son una realidad penosa. No pudimos movernos a nuestro antojo, con libertad, por el placer de viajar, cerrados los países abiertos del «Espacio Schengen» europeo por la pandemia, y aún en regiones, comunidades y ciudades o barrios volvimos a saber lo que era vivir con barreras temporales por nuestro bien; y nos quejamos amargamente. Los que arriesgan sus vidas y a veces, demasiadas, las pierden buscando sólo vivir sí saben de verdad lo que son las fronteras. Seamos realistas, no es posible un mundo sin ellas. Pero al menos habrá que tomar medidas y generar consensos para dar una convivencia digna.

[Moisés Cayetano Rosado. La raya ibérica. Del campo de batalla al de la emigración y otras cuestiones peninsulares. Fundación CB, 2018; Ángel Llorente. «El conflicto del Sahara: la historia interminable de un desencuentro. Revista de Libros, junio 2021 (acceso libre)]

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