La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El “spoils system” y los partidos políticos en la Administración pública

El modelo anglosajón frente al sistema español, que prima los cargos de confianza en el entramado de la función pública

Entre los numerosos libros que pude leer durante la pandemia, uno de los más destacados fue “Nuestro Hombre: Richard Hoolbroke y el fin de siglo americano”, del escritor y periodista George Packer. Hoolbroke fue uno de aquellos diplomáticos surgidos tras la Segunda Guerra Mundial que marcaron la impronta de la política exterior estadounidense en la segunda mitad del siglo XX. Ese grupo de funcionarios fueron, según el autor, los representantes y defensores en las administraciones principalmente demócratas (desde Kennedy a Obama), de una visión que podíamos llamar “wilsoniana” de la política exterior y que, con sus lógicos altibajos, configurará la actuación exterior norteamericana durante, al menos, los últimos ochenta años. Y sin embargo, lo más interesante de este libro es su vívida descripción de los entresijos del sistema de partidos en los EE UU y especialmente del funcionamiento del aparato del propio partido demócrata. La teoría del autor es que, Hoolbroke, pese a contar con méritos suficientes para ello, no alcanzó el deseado puesto de Secretario de Estado al encontrarse en el lado equivocado del partido demócrata en los momentos cruciales. En este sentido, Packer, profundo conocedor de la política norteamericana en general y de la neoyorkina en particular, nos señala que, lejos de utilizar un sistema meritocrático, la política americana acude en demasiadas ocasiones a un sistema partidista en el reclutamiento de cargos políticos. Este sistema, que los anglosajones denominan “spoils system”, no difiere mucho de las cesantías propias del régimen turnista de nuestra Restauración y que Galdós nos describió tan magistralmente en su obra “Miau”. Según el mismo, una vez que un partido (o incluso una facción de éste) alcanza el poder, procede, sin más, a la remoción de los funcionarios en activo y a su sustitución por los fieles de la organización. Subraya el autor que Hoolbroke, un neoyorkino del Upper West Side, perteneciente a una familia judía de clase media, nunca formó parte del Tammany Hall; aquella organización que dirigió el partido demócrata de la Gran Manzana durante más de un siglo y que acabaría colonizando las instituciones y cargos públicos durante decenios; y esto, según su biógrafo, terminó por lastrar sus oportunidades de alcanzar el codiciado puesto de jefe de la diplomacia estadounidense. Por ello, a los que nos hemos pasado años estudiando la relación entre la administración pública y los partidos políticos en los sistemas democráticos, el libro nos resulta apasionante.

Al contrario que en los países anglosajones, en la administración española, heredera de un sistema funcionarial surgido en la época napoleónica, existe la figura del funcionario “de carrera”, independiente, inamovible y, teóricamente, al margen de los avatares y cambios políticos propios de las democracias liberales. Frente a ellos, surge, cada vez más, la figura de los puestos de confianza, el tan denostado personal eventual. Así, junto al probo funcionario que ha accedido al puesto de trabajo tras superar una ardua prueba de selección, nos encontraríamos con todo ese personal (los “politicians”, según la terminología anglosajona), que hace de la política y del acceso a los cargos públicos su modo de vida y que, por ello, debe dedicarse “en cuerpo y alma” a servir al partido político del que depende (¿les suena el término “mamandurria?”). Y sin embargo, como casi todo en la vida, esta dicotomía no es tan simple; y ello, porque en una monarquía parlamentaria como la nuestra, los partidos políticos son esenciales como instrumentos para encauzar la participación política de los ciudadanos; otra cosa es que toda esa burocracia de los partidos acabe vampirizando los cargos públicos y administrativos sin pasar por los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, en el momento en que su partido político acceda al poder. La solución estaría, a mi modesto entender, en diferenciar nítida y claramente entre los puestos técnicos (campo de juego reservado a la carrera funcionarial) y los cargos políticos, terreno propio de todos aquellos “políticos profesionales”, necesarios para llevar a cabo la tarea propia del partido que ha alcanzado el gobierno, al margen de los funcionarios públicos. Soy consciente de que la diferencia entre unos y otros depende en ocasiones de una línea demasiado fina y difícil de trazar, pero, precisamente por eso, debería ser ésta una tarea irrenunciable en la tan esperada reforma de la Administración Publica que, al parecer, pretende llevar a cabo este gobierno en el segundo tramo de la legislatura. Aún están a tiempo.

Compartir el artículo

stats