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Martín Caicoya

La obligación de la cooperación internacional

Se inicia un nuevo ciclo en EEUU con un equipo nuevo, más dinámico, más comprometido, con un pie, dicen, en la realidad; y todo será igual

“No podemos escapar de nuestras obligaciones: las morales como líderes sabios... las económicas como los más ricos en un mundo donde hay demasiados pobres”. Así comenzaba el discurso del presidente Kennedy el día que fundaba USAID, la Agencia para la Cooperación y el Desarrollo. Era 1961, 20 años más tarde se fundaría la AECI, la Agencia Española para la Cooperación Internacional, ahora AECID.

En estos 50 años USAID ha invertido billones de dólares en los países menos desarrollados. Los cuatro años de Gobierno de Trump fueron difíciles. Ahora el presidente Biden quiere impulsar esta agencia, para lo que colocó a Samantha Power como directora, una apuesta celebrada por todos los que tienen interés en que las palabras de Kennedy se conviertan en realidad. Power identificó los problemas a los que se enfrenta un mundo interconectado, ellos también interdependientes: covid, cambio climático, conflictos y colapso de estados y el retroceso de la democracia. No figura entre ellos la migración; migración que es consecuencia de la pobreza, el cambio climático y los estados fallidos entre otras causas. Contra todo ello luchan las agencias de cooperación y las ONG trasladando ingentes cantidades de dinero a los países más afectados para precisamente eso: intentar que el desarrollo acabe o module la necesidad de los ciudadanos de buscar en otros países un futuro mejor.

Pero la realidad es que el fracaso es demoledor. Por ejemplo, Guatemala ha recibido en los últimos 10 años 150.000 millones de dólares de USAID para ayuda al desarrollo. Sin embargo, la pobreza ha aumentado, lo mismo que la desnutrición. Hay más corrupción y la emigración no solo se detuvo, sino que creció. El fracaso tiene varias causas. Quizá la principal sea la inadecuación de las propuestas o su mala ejecución.

Escribía el antropólogo Foster cómo en una villa de México una construcción técnicamente perfecta había sido un fracaso. Tenían un lavadero insalubre, USAID decidió hacer uno nuevo: el agua corría limpia y fresca, bien canalizada. Los puestos eran ergonómicamente perfectos. Pero nadie los utilizaba. Foster entendió por qué: antes las lavanderas disfrutaban de la conversación, del parloteo animado, del mentidero: la disposición del lavadero facilitaba ese intercambio de pullas, bromas y chismes. Sin embargo, el racional diseño de los puestos en el nuevo lavadero lo impedía.

Los planificadores no sabían que no se iba solo al lavar ni que el chismorreo es la estrategia más eficaz para formar comunidades. USAID ya no hace lavaderos. Ahora quiere mejorar la calidad de vida mediante aplicaciones para móviles, por ejemplo. Son proyectos que funcionan muy bien en el Power Point, pero muy mal en la realidad. Es la diferencia tan denunciada entre planificadores y hacedores. Los primeros tienen un discurso sólido, muy estructurado, con datos, cifras, gráficos. Explican con brillantez lo que quieren hacer, por qué y cómo, así como los resultados esperados. En contraste, los hacedores saben que hay más buenas ideas que capacidad para ejecutar y se concentran en pocas que pueden ser modestas pero factibles. Buscan la ruta de ejecución más sencilla. Frente a un interminable rosario de estrategias y tácticas, tareas pendientes y subobjetivos, apuntan a un objetivo con la menor cantidad de pasos.

Pero quizá lo más importante es cómo se gestiona el dinero de cooperación. El 80% de la inversión de USAID se canaliza a través de grandes compañías americanas, una lluvia de dinero que se queda en esas oficinas inmensas: más del 50% de la inversión se emplea en alimentarlas. Es en sí mismo un negocio que se traduce en salarios astronómicos de los directores, viajes de lujo y otros gastos suntuarios. Además, como ocurre en casi todos los contratos con el Estado, haber ganado uno es una puerta para ganar el siguiente, independientemente de cómo se haya ejecutado, casi siempre mal, como se demuestra por los resultados. La AECID gasta en su funcionamiento el 22%. Sus inversiones son en el 50% bilaterales, con los gobiernos, y son muy modestas comparadas con USAID. Por ejemplo, en Guatemala gasta unos 6 millones al año, donde más en Perú, 24 millones. También en Marruecos, el principal objetivo en África, entre otras cosas, para frenar la migración: 13 millones.

Por los buenos hoteles de los países en desarrollo circulan los consultores del Gobierno con sus recetas para mejorar el país. La estrategia aconsejada por los anteriores al Gobierno precedente, que no se llegó a ejecutar, queda archivada porque no salió del papel. Probablemente porque no era ejecutable.

Se inicia un nuevo ciclo con un equipo nuevo, más dinámico, más comprometido, con un pie, dicen, en la realidad. Y todo será igual. O un poco peor, porque se solicitarán préstamos a los bancos cooperativos que tendrán que devolver, aunque el interés sea mínimo. Mientras la infraestructura o el programa, como aquel que USAID contrató para que los cafeteros conocieran en tiempo real la cotización del café en sus apartadas plantaciones y fueran dueños de su destino, empoderados, yacen inútiles.

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