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Daniel Capó

La ruptura

Los peligros de un mundo en el que ya nadie tiene nada

“La ruptura” es el título del último libro de Ramón González Férriz –una crónica del desencuentro entre un grupo de amigos que quisieron reformar España–, pero no es de esta ruptura de lo que quiero hablar hoy, sino de un mundo que se disuelve bajo el rostro sonriente de la ciencia, las nuevas tecnologías y la globalización. Se trata de un mundo extraño, desde luego, a menudo irreconocible, que surge de las ruinas de lo que llamamos democracia liberal. Su prestigio, que se empezó a labrar con la Ilustración y alcanzó su cénit después de la II Guerra Mundial, se erosiona con la pérdida de credibilidad de las instituciones y, más aún, con la mutación nihilista de una cultura política que ya no reconoce deberes, sino solo el deseo como fuente del derecho. La democracia, por decirlo con Tocqueville, tenía algo (o mucho) de encuentro entre una aristocracia del espíritu –el gobierno de los mejores– y la soberanía popular, en la convicción de que a través de ese abrazo unos y otros se mejoran mutuamente. La democracia no consistía en manipular las emociones públicas para ganar unos cuantos votos ni en desligar a la clases altas de su responsabilidad hacia el pueblo a cambio de unas cuantas monedas en el bolsillo de los trabajadores, sino en algo más elevado, algo más puro si se quiere. Christopher Lasch habló ya en la década de los ochenta de una “revuelta de las élites” –que él, pensador de izquierdas, identificaba con el reaganismo–, consistente en una brutal afirmación autorreferencial: tu mundo, que no es el mío, ya no me importa en absoluto.

Fueran aquellas élites o fueran otras, lo cierto es que desde entonces la experiencia democrática de lo común ha pasado a ser la experiencia de las identidades aisladas, enfrentadas continuamente, sin espacios compartidos. La cultura de la cancelación constituye el grado más refinado de un proceso que pretende restringir el uso de la libertad de la ciudadanía en nombre de un puritanismo moral exacerbado. Como en un nuevo feudalismo, el Estado dictamina el bien y el mal, sin respetar los contrapesos naturales propios de la cultura liberal, ya sea la separación de poderes, el control parlamentario o la resistencia histórica que las iglesias han planteado al poder temporal. Puesto que ya nadie más que los multimillonarios tiene nada, el destino de la clase media consiste en vivir al día, sin ahorros ni propiedades, sin seguridades ni certezas y, por tanto, sin libertad ni independencia real, mendigando aquí y allá la protección de los poderosos. El miedo y la voladura de un futuro mejor conducen a un cinismo tan peligroso como estéril. Nada bueno puede salir de ahí.

Ya Aristóteles alertó de los riesgos de una excesiva fractura económica en la sociedad. Un mundo sin propietarios es un mundo en el que se nos recuerda que no tenemos nada y que vivimos de prestado. Sin casa propia, trabajo estable ni patrimonio financiero, simplemente nos convertimos en siervos de alguien más poderoso. Nuestra libertad se resiente, al igual que el músculo moral de la sociedad. La democracia también. Solo las élites cosmopolitas se mueven a gusto en una geografía que ellas mismas han diseñado. El populismo encuentra su nicho en el cultivo de un rencor provocado por esta misma realidad. Nadie conoce las respuestas a esta ruptura, pero muchos la sienten como una señal inequívoca de que algo no va bien. O, dicho de un modo más crudo, de que algo en efecto va muy mal.

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