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Javier Junceda

Reaccionarios

La banalización creciente de políticas colmadas de ocurrencias esperpénticas

El saneamiento de las calles rebosantes de excrementos e inmundicia provocó severas revueltas populares en la España quinientista. El hedor nauseabundo se había convertido en algo familiar y hasta codiciado para aquellas gentes, encantadas de padecer esa peculiar cacosmia. Aunque al final lograron imponerse las naturales medidas higiénicas, la fetidez urbana quedó grabada en la pituitaria de los españoles de la época como un grato recuerdo, que bien merecía haber sido defendido con pasión.

Dos siglos después, esa misma sociedad recibió con alborozo al rey felón al grito de “¡muera la libertad y vivan las cadenas!”, desenganchando los caballos de su carroza real y sustituyéndolos por brazos entregados con entusiasmo a la causa absolutista. Como sucediera con la pestilencia de las vías públicas, de nuevo conocimos aquí reacciones airadas a fórmulas que comprometían el estado de cosas imperante, aunque albergaran indudables avances en infinidad de terrenos, desde luego bastante más saludables que el yugo opresor del traicionero Borbón.

Cuando se apela a la falta de contestación social a determinados acontecimientos que afectan a la actual política española, tal vez sea oportuno rememorar estos dos episodios históricos. No siempre el rechazo colectivo conecta con la realidad deseable, sino a veces con la contraria, e incluso el tancredismo permite que situaciones lamentables surjan y se perpetúen, por más que constituyan una seria amenaza para el sistema. Cuántas veces nos hemos preguntado qué sucedería si tal o cual maniobra indecente del gobierno de turno hubiera sido protagonizada por su opositor, de estar al frente. Aunque los secretos de la agitación de masas estén más dominados por unos que por otros, ha de admitirse que estos ecos no acostumbran a responder en todo caso a motivos evidentes o que caen por su propio peso, sino que en ocasiones derivan de impulsos que poca relación guardan con la objetiva naturaleza de las cosas.

Esto se hace especialmente preocupante cuando la falta de crítica atañe a los cimientos del régimen, desafiados por quienes parecen contar con discretas condiciones para vivir bajo su amparo. Que se desdeñen –o al menos no produzcan inmediata repulsa generalizada– los contraproducentes intentos de gobernar a golpe de decreto, o la banalización creciente de unas leyes colmadas de ocurrencias esperpénticas, resulta significativo. Y no digamos nada de la indisimulada propensión a politizar ciertas instituciones concebidas por el ordenamiento como garantes independientes de los derechos del común.

El sombrío panorama que acaban de dibujar con pincel fino Sosa Wagner y Fuertes en su formidable “Panfleto contra la trapacería política”, tendría necesariamente que agitar conciencias en cualquier nación sensible a los peligros que se ciernen sobre su forma de convivir, que tanto cuesta levantar. Pero, como advierten estos avisados autores sin pelos en la lengua, de la España de hoy no cabe esperar grandes respuestas, al permanecer instalada en una siesta profunda, “de aquellas antiguas de oración, pijama y orinal, con trazas de convertirse en un descanso prolongado y pegajoso, como légamo oscuro”.

Los reaccionarios de esta hora, pues, no son como los que pretendían que sus aceras volvieran a estar enmerdadas, ni los que ansiaban retornar a una existencia bajo las tinieblas de los grilletes, sino los que debieran despertar de esa modorra para exigir con firmeza que se saquen las manos de los principios democráticos esenciales, previstos precisamente para garantizar una mejor convivencia, incluida la de quienes hacen lo posible y lo imposible por obstaculizarla.

Ser un contumaz reaccionario en estas delicadas coyunturas no es solo recomendable, sino preceptivo.

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