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Francisco Rodríguez, un liberal heterodoxo

A propósito de la publicación de “Descarrilamiento, quiérase o no: el Brexit”

“En términos sociales, no creo en otra igualdad que no sea la del derecho de los hombres a tener un trabajo. Por la misma razón que, en términos económicos, no creo en otra receta para acabar con la pobreza que la de crear suficiente riqueza” (Francisco Rodríguez, 2021).

Francisco Rodríguez, un liberal heterodoxo

La historia económica española ha subrayado como una constante de nuestra élite empresarial su agrafia, entendida en el sentido de la segunda acepción del diccionario de la RAE, «persona poco dada a escribir». Francisco Rodríguez, junto a contados empresarios, como Rafael Termes o Joaquín Garrigues, entre otros, representa una excepción. “Descarrilamiento”, recién editada, constituye la cuarta entrega de una saga de ensayos que, iniciada en el año 2000 (“Desde un tren de mercancías”), hallaría continuidad en 2005 (“El tren prosigue su recorrido: con la Unión Europea y el sector lácteo al fondo”) y en 2011 (“Parada pero no fonda”). Las 591 páginas de su último trabajo recogen 104 artículos redactados entre 2011 y 2020 que, agrupados bajo diversas rúbricas (“Reflexiones vitales, conferencias, discursos, artículos, pregones, prólogos”), dada su relativa brevedad, ofrecen al lector la posibilidad de una lectura aleatoria y cómoda de los mismos.

¿Con qué nos vamos a encontrar? Una de las bazas de la obra es el atractivo de su amplio espectro temático. En materia de economía internacional, su análisis, siempre perspicaz, recorre materias de candente actualidad, desde la globalización, la Unión Europea, el Brexit o el cambio climático, hasta casos singulares de economías nacionales (China, Cuba, Grecia, Argentina, Inglaterra). En cuanto a teoría económica, se abordan debates polémicos como los referidos a libre mercado, aranceles, proteccionismo, deslocalización, competencia o intervenciones públicas. Hay igualmente reflexiones sobre historias empresariales, sobre Asturias, “las dos Españas”, el Estado de las Autonomías, el paro juvenil y la reforma laboral y, cómo no podía ser de otra forma, sobre el sector lácteo, la PAC o la ganadería asturiana. Un amplio viaje “ferroviario” en el que Francisco Rodríguez nunca rehúye, aun a riesgo de resultar políticamente incorrecto, pronunciarse abierta y francamente sobre cuestiones a menudo controvertidas.

Además de los economistas actuales, a la cita de sus páginas acuden los clásicos, desde Malthus, Adam Smith o Jovellanos, hasta Keynes, sin que falten filósofos (Confucio, Descartes, Kant), historiadores o ensayistas (Ortega y Gasset, Madariaga). Todo ello viene a añadir una segunda anomalía o paradoja a la ya subrayada al principio de estas líneas: la de un empresario que además de escribir, traspasa los límites de una formación académica sesgada hacia la especialización –“saber más y más de menos y menos cosas”– para practicar la interdisciplinariedad y adentrase en el vasto campo de las humanidades. Y lo hace sin abandonar nunca el instrumental analítico que le proporciona su formación económica, lo que le permite combinar teoría y práctica, universalidad y singularidad, evitando así que los árboles impidan ver el bosque.

Pero ¿por qué liberal heterodoxo, o por qué no socialdemócrata liberal? Es heterodoxo porque su ideario económico, lejos de tópicos o ataduras dogmáticas, discurre por el ancho y libérrimo cauce del librepensamiento y del sentido común –“el menos común de todos los sentidos”–, escapando así a cualquier adscripción o atadura respecto a escuelas o corrientes consagradas de pensamiento (neokeynesianas, monetaristas, institucionalistas…). Es liberal, porque sostiene las tesis de Adam Smith acerca del interés propio como móvil de la conducta del homo economicus y acerca de la eficiencia del mercado y de la competencia como asignadores de recursos. Pero también podría calificársele de socialdemócrata en la medida en que, reconociendo los “fallos del mercado”, reclama la necesidad de intervenciones públicas –las justas– y de un Estado de bienestar –el justo– correctores de tales fallos. Lo pone meridianamente de relieve cuando se ocupa de dos de los temas que han sido para él casi una obsesión: las condiciones que en 1986 presidieron la adhesión de España a la CEE, y la globalización.

En el primer caso, la debilidad negociadora de España y el imperativo de los estados europeos del norte (Francia, Holanda) para los que España constituía un claro competidor agrario (sectores lácteo vinícola, oleícola, hortofrutícola) y pesquero, facilitaron la amputación y los recortes en los citados sectores, con el consiguiente sacrificio social y económico de campesinos y pescadores, de explotaciones ganaderas, de flota pesquera y de astilleros. Se decía entonces que los beneficios agregados de la integración, más la llegada de inversiones y de las ayudas de los fondos estructurales, compensarían sobradamente sus costes. Recuérdese uno de esos costes: de autoabastecerse de leche y exportarla, la producción española, por imperativo de sus “socios” comunitarios, quedó reducida a cubrir el 60% de sus necesidades y a importar el resto. Increíble pero cierto. Son cuestiones como esta las que arrebatan la pluma de Francisco Rodríguez: sí a la Europa de las “patrias”, sí a los Estados Unidos de Europa, pero no la Europa de los “mercaderes” y de los lobbies políticos y/o empresariales sin escrúpulos y con gran poder negociador.

Otro tanto ocurre con la globalización: Francisco Rodríguez no se cansa de repetir que cada vez que los españoles adquieren productos asiáticos mucho más baratos, están exportando trabajo, es decir, creando empleo en Asia a costa del desempleo español. Cada vez que se cierra una central térmica en nombre de la sostenibilidad y, a la vez, se importa energía de un país que no penaliza las emisiones, ocurre otro tanto: exportamos empleo. Moraleja: sí al movimiento internacional de bienes y servicios, de capitales y trabajadores; no a una globalización sin gobernanza ni reglas y de la que sacan partido preferente los Estados que juegan con ventaja (dumping social, baja fiscalidad, despenalización de las emisiones, subvenciones a la exportación, ventajas crediticias a las empresas…). Como señala el autor empleando un símil del mundo del boxeo, no se trata únicamente de que las reglas sean iguales para los dos púgiles o contendientes, sino que además no se permita combatir a un peso pesado con un peso pluma.

Esa misma heterodoxia es la que recorre ensayos como los referidos a la España autonómica o a la Unión Europea. En ambos casos, como buen heredero de la Ilustración y del regeneracionismo, el autor se muestra partidario de una España dentro de unos Estados Unidos de Europa en los que el sentimiento colectivo de pertenencia a una misma cultura y a una misma historia común, se imponga a los localismos. Para ello, solo hay un arma: la educación como factor estratégico y modelador de conciencias, como barrera frente a nacionalismos estériles. Una buena educación, universalista, políglota, europeísta y tolerante, permitiría formar ciudadanos libres y cultos con su correspondiente reflejo en unas instituciones ágiles, flexibles, menos burocratizadas y con más facilidades para el emprendimiento y el trabajo.

Sus diálogos con la izquierda sociológica en temas como el cambio climático, la deslocalización, la reforma laboral, el Brexit o los modelos económicos socialistas, no dejarán frío al lector. Como tampoco la semblanza de un empresario histórico de la región, don José Cosmen Adelaida, pionero y visionario en la internacionalización de la empresa asturiana y con quien Francisco Rodríguez descubriría, tan pronto como en 1984, el futuro que aguardaba a las firmas españolas tras la muralla China. También hay espacio en el libro para asuntos más triviales, familiares o sentimentales, para rincones, paisajes (Boal, Leitariegos, Navia, Gijón…) y paisanaje (Fraga, Otero Novas, Sáenz de Miera, A. Barthe Aza, Jesús Martínez, L. Fernández Vega…).

En la cabecera de este artículo entresacábamos un párrafo de la obra comentada que resume en cuatro líneas el compromiso ético de Francisco Rodríguez con una economía capaz de compatibilizar crecimiento económico, empleo y distribución equilibrada de la renta. Lo dice un empresario que sabe de qué habla, que comenzó produciendo 25 kilogramos diarios de queso y distribuyéndolos en una Vespa para, en la actualidad, dirigir una multinacional con presencia en cuatro continentes y con miles de empleados. Una buena ocasión, este verano, para una lectura amena, esclarecedora y, por supuesto, heterodoxa.

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