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Matías Vallés

Al azar

Los niños de 18 y los niños de 50

El descubrimiento de que los jóvenes españoles bailan en los conciertos y beben cuando salen de madrugada supone sin duda uno de los descubrimientos más amenazadores de la historia de la humanidad, a la altura del cambio climático o de la alineación de Morata. Los niños de 18 años han sido señalados y estigmatizados por plagiar el ceremonial de las festividades religiosas, donde también corren el vino y la música de pésima calidad. Una vez que estos delincuentes juveniles han sido encarcelados y expulsados del paraíso, confieso que he encontrado más infantilismo en el análisis llevado a cabo por los niños de 50 años que en los desarreglos de sus menores.

Los niños de 50 no se drogaron jamás, aunque evocan nostálgicos una movida diezmada por sobredosis. Por lo visto, la cocaína es consumida a kilos por las mascotas, y el microbotellón casero no contabiliza como consumo alcohólico. Se discute la asistencia sanitaria a los niños de 18 años y se les detalla el precio social de su conducta, algo que nunca se hace con los fumadores y habrá que incluir aquí a los médicos fumadores. Tampoco se discute la atención a los obesos o a los consumidores desaforados de bebidas carbonatadas, y así debe ser.

La condena universal dictada por los ciudadanos ejemplares cursa con una excepción, porque «a mis hijos no los he educado así ni les permitiría este comportamiento». Vale, pero si la progenie de los niños de 50 años muestra una conducta ejemplar, de dónde ha salido el tropel de niños salvajes de 18 años satanizados por restaurar los rituales comunitarios antes sagrados. Con todo, es obligado mostrarse compasivo con los irritadísimos del sofá, porque los viajes de estudios los han despistado durante unos días de su dedicación exclusiva a las apasionantes desventuras de Rociito. En el fondo, el ruido y la furia contra los adolescentes reflejan la envidia de quienes no perdieron su juventud, la asesinaron.

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