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Eduardo Jordá

El desprecio a la realidad

El linchamiento de Samuel Luiz

A lo largo de la semana pasada, miles de personas que viven en nuestro país creyeron estar seguros de que conocían con pelos y señales todo lo que había ocurrido en una zona de ocio de La Coruña, a eso de las tres de la madrugada, cuando un joven murió salvajemente golpeado en plena calle por una manada de linchadores. Sin haber estado allí, sin conocer a nadie que hubiera estado, sin tener ni idea de lo que había ocurrido, todas esas personas se permitieron dictaminar –y sin ningún atisbo de duda– que lo que había ocurrido era un crimen homófobo causado por el odio a los homosexuales. No había dudas. Ellos sabían lo que había pasado, aunque vivieran a mil kilómetros de distancia y jamás hubieran estado en contacto con la persona golpeada y pateada por una banda de salvajes.

El desprecio a la realidad

El padre del chico muerto pidió que no se politizara el asunto, la policía pidió calma y prudencia hasta que se hubieran investigado los hechos, pero todas esas personas –miles, cientos de miles– siguieron creyendo a pies juntillas que ellas sabían con exactitud lo que había ocurrido y por qué había ocurrido. La muerte, o más bien el linchamiento en plena calle, de un pobre chico que trabajaba en una residencia de ancianos –Samuel Luiz, que por todo lo que sabemos debía de ser una persona admirable– se convirtió en una mera excusa para montar una campaña de intoxicación política y de acusaciones iracundas contra los adversarios políticos. La verdad era lo de menos. Lo importante era gritar y acusar e incriminar. Y no a los verdaderos culpables, no –de los que todavía no se sabía casi nada–, sino a determinados partidos políticos y algunas personas en concreto y a ciertas ideas que no coincidían con las ideas de los acusadores públicos que gritaban creyendo que conocían la verdad.

En nuestra época ha aparecido una curiosa pulsión social que nos empuja a creernos policías y fiscales y predicadores, todo a la vez. Nunca hubo tantos policías secretos camuflados entre nosotros, nunca hubo tantos aspirantes a determinar cuál era la realidad de unos hechos sin tener ni idea de cómo era esa realidad en concreto. Es muy extraño que la época que alardea de disfrutar de libertades de todo tipo sea la época que cuenta con más policías aficionados y con más acusadores públicos infiltrados entre la sociedad. Debajo de esa persona simpática que disfruta de una cerveza en un chiringuito de playa se oculta un fiero acusador público que está dispuesto a acusar y a condenar sin pruebas a cualquiera persona que le cae mal o con la que no está de acuerdo en determinados asuntos. Y esto es terrible. Lo más peligroso para una sociedad no es un régimen fundado en el terror impuesto por una policía política y un dictador sin escrúpulos. Lo más peligroso para una sociedad es un régimen fundado en cientos de miles de ciudadanos anónimos que están dispuestos a comportarse como confidentes y acusadores y policías políticos, todo a la vez, y sin que nadie se lo ordene.

Hannah Arendt vio muy bien esta peligrosa tendencia totalitaria que anida en las sociedades gobernadas por la opinión pública en vez de estar sujetas a un dictador que imponga sus leyes. El gregarismo, el afán de llamar la atención, el deseo de comportarse como la mayoría social que impone sus normas o la necesidad de ajustarse a la conducta mayoritaria en el rebaño (y en nuestra época los rebaños son las redes sociales) son los condicionantes que impulsan a miles de personas a dejarse arrastrar por cualquier idea o cualquier opinión que se imponga sobre un asunto polémico. Pase lo que pase, ninguna de esas personas siente el menor respeto por conocer la verdad de lo que ha ocurrido. Todo ocurre como en las feroces campañas religiosas de los predicadores que acusaban a las brujas o a los herejes durante la Edad Media. Basta que un clérigo fogoso empiece a gritar contra algo o contra alguien para que le sigan de inmediato miles de personas histéricas dispuestas a colgar de un árbol a la persona acusada sin ninguna prueba.

Aunque creamos ser muy modernos, estamos volviendo a la Edad Media. El desprecio por la ciencia, la fe ciega en los credos religiosos y en los predicadores fanáticos (que ahora son ideológicos), el desdén por la realidad, el odio a los conocimientos verificables, el descrédito del saber, todo esto nos está convirtiendo en palurdos orgullosos de sus supersticiones y de sus prejuicios. Nadie parece dispuesto a comprobar nada ni a esperar a una verificación de los hechos porque la ideología –es decir, la superstición– es lo único que cuenta y lo único que nos interesa. Da igual lo que haya ocurrido y da igual quién lo haya protagonizado. Lo importante es lo que nosotros creemos saber y lo que nosotros estamos seguros de conocer. Lo demás no importa. Y, por supuesto, es mentira.

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