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Epígrafe

Óscar R. Buznego

El valor político de una sentencia

Las restricciones impuestas no se acomodan fácilmente al estado de alarma ni al de excepción

La constitucionalidad del estado de alarma declarado en marzo del año pasado ha sido objeto desde entonces de un debate amplio y enconado en el Parlamento y en la prensa. Las dudas se concentran en el artículo 7 del real decreto. El Gobierno, tal como se proclama en el propio texto, consideró “indispensable” su aprobación para combatir eficazmente la pandemia. Pero el Tribunal Constitucional, que al efecto que ahora importa tiene la última palabra, ha resuelto por una diferencia mínima de votos entre sus magistrados que tres apartados de ese artículo son inconstitucionales. En relación con el resto del real decreto, el recurso planteado ha sido desestimado. Según diversos comentarios recogidos en los medios, el tribunal estima que las medidas propuestas por el Gobierno eran adecuadas, pero supusieron una suspensión, no una limitación, de derechos fundamentales y debieron haberse adoptado bajo el paraguas legal del estado de excepción.

La discusión doctrinal, por supuesto, no termina aquí. La opinión seguirá dividida y es deseable que se exprese libremente. Sin conocer a fondo los argumentos que sostienen la ponencia y los votos particulares, la mía es que las restricciones impuestas por el Gobierno no se acomodan fácilmente al estado de alarma ni al de excepción, tal como están definidos en nuestra legislación. Pero el fallo del Tribunal es inapelable. Conviene, pues, comprender bien las consecuencias que se derivan de ello y que afectan tanto a las decisiones que en adelante puedan tomar el Gobierno español y los gobiernos autonómicos como a la finalidad y el contenido de las leyes concebidas para afrontar las situaciones que requieran una intervención extraordinaria de los poderes públicos. En esta tarea tendrían que empeñarse sin demora las instituciones políticas concernidas, Congreso, Gobierno y partidos, pero no es el caso.

Aún sin haberse publicado la sentencia, el adelanto ofrecido por el tribunal ha provocado una cascada de reacciones políticas. Los partidos de la derecha cantan victoria y se atribuyen el éxito. La conclusión, para ellos, es que tiene que haber dimisiones y deben convocarse elecciones ya. La respuesta inicial del Gobierno llegó de fuentes sin identificar de Moncloa que calificaban el pronunciamiento del Tribunal Constitucional de insólito. El revuelo creado fue tal que la ministra de Justicia se vio obligada a fijar la posición del Ejecutivo. En su comparecencia, una lectura de texto impecable pero sin periodistas, proclamó el respeto del Gobierno a la sentencia y, apoyándose en los magistrados discrepantes, poniendo más énfasis, quiso dejar constancia de su discrepancia con ella. Justificó el decreto con la necesidad y la urgencia de las medidas, para concluir afirmando que el Gobierno había actuado conforme a la Constitución.

La alocución de la Ministra indica que el Gobierno quizá no admita todo el alcance que esta sentencia, junto con las controvertidas desescaladas, la descoordinada cogobernanza y la polémica ejecución de la última prórroga del estado de alarma, puede tener en la evaluación de la gestión política de la pandemia que aún deben hacer los expertos y los votantes. Y, más que eso, inquieta observar el trato un tanto despectivo que el Gobierno dispensa a las instituciones de control. Resulta sospechoso que sus reproches más o menos explícitos suelan ir acompañados por una apelación a renovar la composición del órgano respectivo de acuerdo con la correlación de fuerzas del Parlamento, en vez de contribuir por todos los medios a fortalecer y garantizar su neutralidad.

La política española está judicializada en un grado excesivo y de un modo peculiar. Los partidos han adquirido la costumbre de acudir a los tribunales en busca de un respaldo de cualquier tipo frente a sus rivales, pero si las instancias encargadas de vigilar y juzgar no se alinean con sus intereses y no les dan la razón, extienden sobre ellas una espesa capa de descrédito. Tiene guasa que sea precisamente Vox, cuyo líder admira a Orbán, rechazado en Europa por su autoritarismo, el partido que con su recurso ha promovido la sentencia del Tribunal Constitucional y ha dejado en evidencia al Gobierno, que durante la pandemia viene haciendo cuanto puede para evitar el control parlamentario. La política española, convertida en un juego descarnado de poder, vive un momento “schmittiano”, que pone en ridículo las aburridas formas democráticas y hace feliz a los populistas. Así no regeneramos ni mejoramos la democracia; la disolvemos, se vuelve volátil y se esfuma.

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