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Memoria y democracia

España está quizá ante la última posibilidad de reconocer a quienes sufrieron la dictadura, pero el planteamiento del Gobierno encierra serios peligros que conviene no minusvalorar

Ilustración

El Gobierno ha aprobado en su última reunión el Proyecto de Ley de Memoria Democrática, del que ha facilitado un escueto resumen, y a continuación lo enviará al Congreso para su debate. Alguno de los grupos que forman la mayoría parlamentaria que da su apoyo al ejecutivo ha manifestado una pequeña frustración y otro ya ha advertido de su voto en contra si no se introducen cambios en el texto. Los grupos de la derecha coinciden en rechazar la iniciativa con la misma rotundidad, si bien utilizando tonos diferentes. La propuesta fue elevada a un lugar preferente de la agenda del PSOE en los años de Zapatero y es una demanda emblemática de Podemos, que desde su fundación ha puesto un empeño especial en fijar un relato nuevo sobre la II República y sobre la Transición.

Esta será la ley más ambiciosa que haya tenido nuestro país en el tratamiento de los sucesos críticos de su pasado. Lo que pretende el gobierno con ella, según ha declarado en su estreno el ministro de la Presidencia recién nombrado, es rendir un homenaje a los perseguidos durante la guerra civil y la dictadura, y promover la unión de los españoles en torno a los valores democráticos. España se pondrá así, en cuanto se refiere a las políticas de la memoria, plasmadas en nombres, fechas, lugares, actos y conmemoraciones, al nivel de los grandes estados europeos. El gobierno español está decidido a actuar sobre la memoria y esta, de manera inevitable, entrará en la arena política.

Al observar tanta dedicación de los gobiernos al pasado, el historiador Tony Judt escribió que el siglo XX llevaba camino de convertirse en un palacio de la memoria moral. En una entrevista concedida a un diario madrileño, en 2006, dijo que “hay que mantener vivos (los horrores pasados) pero como historia, porque si lo haces como memoria, siempre inventas una nueva capa de olvido. Porque recuerdas siempre alguna cosa, recuerdas lo que te es más cómodo, o lo que te es políticamente más útil”. Unos años más tarde, Santos Juliá, en un congreso celebrado en Santander, reivindicó también la reconstrucción artesana que el historiador hace del pasado frente al carácter selectivo del recuerdo y calificó las políticas de la memoria de “industria cultural” e “ideología de sustitución”, cuyo auge explicaba entre otras razones por determinadas modas intelectuales, como el posmodernismo, y por las ideologías que se habían quedado vacías de futuro tras la caída del muro de Berlín.

La ley que impulsa el gobierno es, quizá, la última oportunidad de hacer el reconocimiento que merecen todos los que sufrieron la violencia de la guerra y de la dictadura, y que lucharon, incluso arriesgándolo todo, por la democracia. Una inmensa mayoría de españoles es demócrata y está de acuerdo con ese gesto que, en cualquier caso, llegaría demasiado tarde. Tendríamos que preguntarnos por qué hemos esperado tanto tiempo. La misma atención, con mayor apremio si cabe, debiera prestarse al caso de aquellos que aún no han podido recuperar el cadáver de sus familiares fallecidos en la guerra.

Pero el planteamiento del gobierno, en los términos que son conocidos, encierra serios peligros que conviene no minusvalorar. En primer lugar, de la aplicación de esta política puede resultar una visión retrospectiva de nuestro pasado muy distorsionada. Los historiadores, salvo contadas excepciones, han establecido como hecho probado que un golpe de estado desencadenó una guerra civil que dio origen a una larga dictadura. Pero si al final se trata de forjar una cultura política democrática consistente, que falta nos hace, el siglo XIX nos brinda las primeras buenas lecciones y, además, es preciso admitir que hubo antidemócratas en los dos bandos contendientes en la guerra, desde luego más en uno que en otro, que no todas las víctimas del régimen franquista fueron demócratas, y que la de la guerra civil y la dictadura no ha sido la única violencia política sufrida por españoles. Nuestra historia, particularmente en el siglo pasado, difiere notablemente de la alemana y la italiana, a las que el gobierno tiende a equipararnos al efecto de justificar las medidas que incluye el proyecto de ley.

El peligro más temible es que la ley sea aprobada con la división habitual en el Congreso y eso contribuya a emborronar la historia y, de paso, aumentar la tensión política. No parece probable que la sociedad española vaya a dejarse contagiar en este asunto por una retórica crispante. Un acuerdo entre los grandes partidos en el texto definitivo de la ley enviaría un mensaje de cohesión y fortaleza al país, que es muy necesario en estas circunstancias. Para lograr ese acuerdo se requieren solo actitudes auténticamente cívicas y democráticas, como las que se supone que se quieren difundir con la propia ley.

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