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Javier Junceda

Democraduras

El aumento de las tendencias autocráticas en sociedades que se decían liberales

Ciertas izquierdas y derechas vuelven a deslizarse por la resbaladiza pendiente del totalitarismo. Y en naciones que parecían respetar las reglas tradicionales del juego político. La ensayista norteamericana Anne Applebaum acaba de describir en “El ocaso de la democracia”, libro del año en su país, los estragos que han comenzado a protagonizar las tendencias autocráticas en sociedades que hasta ahora se decían liberales –e incluso pertenecen a clubes así, como la Unión Europea–, pero que no dejan de transitar hacia inclinaciones que creíamos superadas por la civilización.

Esta renovada seducción del autoritarismo ya no conoce fronteras. En Iberoamérica, avanza a lomos de regímenes que poco tienen de democráticos salvo en el uso degradado del término, propiciando la perpetuación de corruptas castas dirigentes, sirviéndose de constantes fraudes electorales, maniobras jurídicas o institucionales de diverso jaez o de la burda manipulación de la opinión pública a través de la intervención de los medios de comunicación. Al lado de las mortecinas tiranías que aún padece aquel continente, otras continúan operando bajo sistemas que solo en apariencia garantizan libertades y derechos. Como en el siglo pasado, la democracia está siendo de nuevo usada como inmejorable vía para alcanzar el despotismo.

En Europa, Applebaum localiza las principales amenazas en Hungría y Polonia, pero también en los brotes desatados con motivo del Brexit en el Reino Unido, o en corrientes ultras que se extienden por algunas naciones, España incluida. Aunque su obra aborde igualmente a los Estados Unidos de la era Trump, resultan generalizables sus conclusiones sobre ese azote contemporáneo que no conoce límites y corroe los cimientos en que creíamos que estaba sólida y racionalmente asentado nuestro mundo.

En todos estos lugares sucede lo mismo: pueblos que experimentan una fascinación patológica hacia liderazgos alimentados por fórmulas de mínima complejidad, montadas sobre falsedades o delirios y con la confesada intención de convertirse en opciones únicas. Como señala la premio Pulitzer, esto se produce porque “el rumor del desacuerdo o el ruido de los debates suelen irritar a los que prefieren vivir en sociedades con un único relato”, en las que no resulta necesario cavilar demasiado, porque ya lo hacen por ti los paniaguados corifeos de turno o unos simples memes recibidos en tu móvil.

El material tendencioso que aflora en las redes justo antes de unas elecciones, el hartazgo ciudadano ante lo público o ese universo digital semioculto de los algoritmos, de las granjas de trolls y de los demás artificios tecnológicos concebidos para desorientar al personal, adquieren hoy protagonismo en nuestra indefensa realidad política, constituyendo verdaderos catalizadores de esas nuevas dictaduras blandas que asoman por doquier. Los partidos que persiguen con ahínco mandar donde aún no lo hacen, no dejan de emplear esas deplorables herramientas, dividiendo a familias y amistades en tirios y troyanos irreconciliables.

La columnista del “Washington Post”, sin embargo, se olvida en su sugerente trabajo de aquellas democracias formalmente liberales en las que se dan los primeros y preocupantes pasos hacia la “democradura”. Y deja asimismo en el tintero el efecto pendular que las formaciones extremistas originan en las de signo contrario. La erosión que provoca la apropiación por el gobernante del entero marco institucional, las embestidas a la separación de poderes, el cesarismo narcisista de los líderes, el abuso de la mentira o la obsesión por llevar a la ley idearios concretos excluyendo a los restantes en materias de interés general, suelen ser insuperables trampolines para cualquier propuesta totalitaria. Y para ver cosas así no hace falta viajar a la Europa del Este.

Urge, por tanto, recuperar el respeto a los fundamentos mismos de la democracia, antes de que sucumba por obra y gracia de los que siempre la utilizan para acabar con ella.

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