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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Negacionistas

La necesidad de que los antivacunas sacrifiquen puntualmente su libertad individual en pro del bien común

Entre las aportaciones de la pandemia a la vida cotidiana está la resurrección del negacionista. Antes usábamos ese mismo término aplicado solo a quienes negaban el holocausto nazi, aunque, en puridad, es aplicable a todo el que niegue cualquier genocidio. Pero ahora debe de haber muchas razones para negar la mayor, porque hay negacionistas para todos los gustos. Hay quien niega que la tierra sea redonda. Hay quien niega que comer mucha carne influya en la salud de la tierra. Hay quien niega que los toros son cultura. Hay quien niega que España sea una democracia. Hay quien niega que Cuba sea una dictadura. Hay quien niega que el covid-19 sea un virus peligroso. Y hay, incluso, quien se niega a vacunarse.

En suma, somos una sociedad negativa. Nos pasamos el día negando. Y, con más frecuencia de lo deseado, renegando, que aún es peor. Las estadísticas aseguran que un 2,6 por ciento de los españoles se niega a vacunarse. Poco comparado con el resto del mundo occidental.

Ahora mi cuñado se niega a vacunarse. En casa, empezamos a pensar que pretende escaquearse de las reuniones familiares con la excusa de que nos puede contagiar

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Haciendo memoria de los negacionistas que me he tropezado en la vida, me acuerdo de Ponciano, nombre que creía falsamente derivado de Poncio Pilatos, que no renegaba de nada y se lavaba las manos. Ponciano era un chico retraído, de flequillo difícil y gafas de culo de vaso. Mientras los demás soñábamos leyendo a Julio Verne, él se pasaba la vida engullendo novelas en la colección Reno de Sven Hassel, que contaba la guerra desde el punto de vista de un soldado raso alemán. Consecuencia de ello, Ponciano, a diferencia de los demás, tenía una idea clara de lo que había sido la Segunda Guerra Mundial y se sentía en condición de negar que los combatientes nazis fueran tan malos como nos los pintaban las películas americanas.

Años después, en Pamplona, compartía piso con seis estudiantes, entre ellos un ser singular del que siento no recordar el nombre. Este tipo también era muy retraído y se escondía detrás de unas enormes gafas, de esas que hacen aumentar el ojo como si fueran una lupa. Se pasaba los días encerrado en casa, a oscuras, oyendo música de Wagner y, en autoreverse, el casete de Supertramp “Even in the Quietest Moments”; en especial, la “Obertura del loco”, que debía de ser como un himno para él. En una ocasión, me confesó muy misterioso que pertenecía a Cedade (Círculo Español de Amigos de Europa), organización que en los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia defendía abiertamente el nazismo. Intentó convencerme de sus postulados con razones que parecían de peso, pero que daban escalofríos.

Ahora, tantos años después, me encuentro con que mi cuñado se niega a vacunarse. Sus razones son difusas y contradictorias: que si efectos secundarios terribles, que si nos intentan arrebatar la libertad con la excusa de la pandemia, que una vez vacunados la gran mayoría dará igual que él se vacune o no y cosas por el estilo. En casa, empezamos a pensar que, en realidad, lo que pretende es escaquearse de las reuniones familiares con la excusa de que nos puede contagiar.

Lo que hasta ahora parecía un asunto anecdótico y propio de países más tiquismiquis (Francia, Estados Unidos, Nueva Zelanda…) empieza a convertirse aquí también en un grave problema. El pasado fin de semana, los negacionistas de la vacuna se manifestaron por cientos en las principales capitales del país. Siguiendo el ejemplo de aquellos lugares donde el movimiento es aún mayor, se organizan a través de las redes sociales, tan bien instrumentadas por lo que se ha dado en denominar “fábricas de mentiras globales”. Se asegura que los no vacunados empiezan a ser una proporción importante entre los enfermos de covid que ocupan camas de hospital, cuando no de ucis. Ya hay quien se plantea si debemos cobrarles por los servicios médicos, pues ellos mismos se expusieron al virus.

La libertad individual, nadie lo discute, es sagrada. Pero vivimos en sociedad. Y cuando el ejercicio de la libertad individual pone en peligro la salud y hasta la vida del resto de la sociedad, ésta debe defenderse. Un conductor, apelando a su libertad individual, puede circular a doscientos kilómetros por hora en dirección contraria en una autopista, pero si causa un perjuicio a los demás, debe pagar por ello. ¿Quiero decir con eso que un antivacunas es equiparable a un conductor suicida? Sí, quiero decir exactamente eso. Es alguien que circula en dirección contraria a los demás poniendo en riesgo su vida y la de los otros. Por cierto, para cuando se plantee penalizar a los negacionistas, la pena por conducción temeraria es de seis meses a dos años de cárcel y retirada del carnet de uno a dos años. Eso sin haber causado daño a nadie.

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