Colecciono cartas de amor. Las guardo desde adolescente en una caja metálica de color azul a cuyo interior se accede con una minúscula llave a la que hace tiempo perdí la pista. En el interior de la caja, recogidas por una goma, conviven las cartas de amor con las de desamor y las de los amigos, algún poema de juventud, cuatro cuadernos en los que de joven escribía unos diarios que por pudor no volveré a leer, salvo por divertimento, y alguna factura impagada. Antes de perder la llave, ya en años de internet y correo electrónico, releí alguna de esas cartas con la melancolía propia de quien evoca los viejos tiempos abandonado a una época en que la mayor preocupación epistolar era cumplir con pulcritud con las normas básicas de la gramática y acabar con un “te quiero”.

La correspondencia, de amor o de cualquier otra cosa, se ha ido perdiendo conforme nuestro teléfono móvil se convierte en un cúmulo de aplicaciones que jamás llegamos a utilizar. Por eso es tan de agradecer el descubrimiento de que aún quedan personas que, bien por edad, bien porque no han abrazado (ni tienen previsto) las nuevas tecnologías, conservan la hermosa costumbre de agarrar papel y bolígrafo y acodarse a escribir.

Hace unos días, nada más llegar a mi puesto de trabajo, me topé sobre mi mesa con un elemento extraño, por inusual: una carta a mi nombre remitida desde Barcelona. Para un periodista, acostumbrado a medir cualquier nimiedad de la vida en términos de lo que sería una noticia a cinco columnas y lo que no pasaría de triste carne de breve, descubrir de buena mañana un sobre caligrafiado, con letra cuidada, trazo elegante, renglón recto y cumplidor con la ortografía, constituye un acontecimiento informativo de primer orden.

La abrí cuidadosa, torpemente. No recuerdo la última vez que un lector se dirigió a mí por el método tradicional, antaño tan común. Lo habitual es utilizar la vía rápida de las redes sociales (prensa manipuladora es lo más suave que nos dedican). Una carta manuscrita enviada a una redacción solo puede significar dos o tres cosas, apenas alguna buena: o es un anónimo o se trata de un lector enfurecido y de la vieja escuela o de un garganta profunda seguro de que tiene el Watergate entre las manos y que cómo es posible que los periodistas no nos hagamos eco del hecho formidable que narra en su misiva, circunstancia que puede aprovechar o no para colar algún descalificativo. Ya quedó dicho: manipuladores. En fin.

Salvo que estemos en Navidad, enviar una carta personalizada a un periodista a través del correo ordinario representa a menudo un hecho extraordinario. La mía lleva matasellos (“Correos, la compañía de todos") y una estampa conmemorativa de los 40 años de la Seguridad Social, cuya hucha, dicho con resignación y tristeza, no tiene mucho que conmemorar. Tal como lo recuerdo, todas las cartas de mi caja azul portan un sello valorado en pesetas, en muchos casos 25 (0,15 euros al cambio) y la otrora omnipresente efigie del rey Juan Carlos. Tempus fugit. Ya no hay pesetas y Juan Carlos anda entre turbantes, chilabas y arena del desierto. Intento averiguar el precio del sello, pero solo pone tarifa A. Hurgando en internet me entero de que la tal categoría tarifaria corresponde a “cartas y tarjetas postales ordinarias nacionales, normalizadas hasta 20 gr”. En total, 0,65 euros (108,15 de antiguas pesetas).

Ha pasado una vida. La carta de este lector, por tanto, es la primera en muchos años y, desde el momento mismo de enviarla, apunta a candidata para un lugar de honor en la caja azul. “Hola, señor Jorge. Me presentaré, me llamo Carlos Bara Mateo, tengo 71 años y estas líneas es [sic] para decirle que gracias por su escrito…”, y cita un artículo mío publicado en fecha reciente. Redactada en folio tamaño A2, óptimo para el carteo, con una caligrafía magnífica de quien está acostumbrado a escribir a mano, ajena a los notebook, muy bien construida y sin un solo fallo ortográfico, Carlos se deshace en alabanzas hacia las posiciones que yo expresaba en aquel análisis político. Enseguida entra en harina: Fulano de Tal [se refiere a un expresidente del Gobierno] "fue el gran traidor a la clase obrera (…) pues era el momento en que se podía hacer mucho más por los obreros, pero fue al revés, por desgracia, no para él, pues impulsó las puertas giratorias. Cambian de color como cambian los camaleones, y lo malo es que todos los partidos lo hacen, son iguales. Lo que decía mi madre -prosigue Carlos con un poco de poesía-: ‘antes de joder, mucho prometer; después de haber jodido, nada de lo prometido’. Lástima que no tengamos buenos políticos que estén al servicio del pueblo como prometen, sino que son como sanguijuelas, y por no cumplir ni les penalizan, y por eso van a más, como el expresidente”. Como carta de amor está fuera de catálogo, pero al análisis -aplicable según para quién a cualquier exprimer ministro español en que estén pensando- no le quito una coma.

La carta no huele a perfume ni va lacrada con unos labios adolescentes tiznados en rouge, pero conserva el sabor honorable de la vieja correspondencia y la honestidad de quien se resiste a creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque no le queda otro remedio que echar la mirada atrás resignado a un cambio que pudo ser y no fue. La memoria del tiempo. Solo espero hallar algún día la llave de la caja para que la carta de Carlos pueda acompañar al resto de reminiscencias epistolares, junto a un pellizco de vida que se contaba en pesetas y presidía el rostro de aquel monarca que un día nos tomamos en serio. Aquello sí que fue una historia de amor. Como tantos recuerdos testigos de otro tiempo, también parece una carta antigua sujeta por una goma.

@jorgefauro