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Piropos ilegales

La añoranza de tiempos pasados

Sostiene una lideresa de la derecha retrovintage, justamente apellidada Monasterio, que el Gobierno va a ilegalizar el piropo, como si eso aún existiera. Son las cosas que tiene la añoranza del régimen. Empieza uno o una echando de menos al caudillo y, sin apenas darse cuenta, acaba por creer que vive en los años sesenta, con las carreteras llenas de Seat 600 y las calles rebosantes de piropeadores. Probablemente afectada por esa regresión en el tiempo, la mentada dirigente de Vox ve una “criminalización del hombre” en el proyecto de ley de garantías de la libertad sexual que contempla multas por el acoso callejero a las personas. Mayormente mujeres, claro está.

El texto de la ley, que aún habrá de tramitarse, configura como autores de un delito leve a quienes se dirijan a otra persona con “expresiones, comportamientos o proposiciones de carácter sexual” que resulten humillantes o intimidatorias para la víctima. Es decir: un piropo, en la más bien amplia interpretación de Monasterio. Pongamos el ejemplo de un requiebro clásico y más bien viejuno como: “Ese es un cuerpo y no el de Bomberos”, que algunos desfasados dirigían no hace muchos años a las señoras para ensalzar sus curvaturas. Aparentemente, no hay especial grosería en la frase, pero la alusión al cuerpo tiene connotaciones sexuales que los jueces deberán discernir en caso de denuncia. En realidad, la palabra piropo desprende un olor antiguo equiparable al del bolero, la liga en la que Carmen de España guardaba la navaja o, ya puestos, las canciones de Joselito. Tan rancio es el término que seguramente habría que explicárselo a buena parte de los españoles que anden por debajo de la cuarentena. Importunar a una persona desconocida con la que uno se cruza por la calle es ante todo un acto de pésima educación que solo llegó a constituir hábito en los países latinos. Aunque de eso hace ya muchas lunas.

La costumbre de piropear a las señoras fue en su día una herramienta de seducción generalmente más grosera que galante. La mayoría de aquellos requiebros de otro tiempo tenían una fuerte connotación lasciva que permitiría encuadrarlos dentro del capítulo del acoso sexual. Distinto sería que un enamorado obsequiase en la intimidad a su pareja (o viceversa) con la promesa de ofrecerle “perlas de lluvia traídas del país donde nunca llueve” o le contase “la historia de un rey que murió de pena por no haberte conocido”, como hizo Jacques Brel en cierto poema. Pero eso exigiría, como es natural, el previo conocimiento entre los dos sujetos del diálogo, que nunca se da en el caso de quien asalta verbalmente a una desconocida en la calle.

Lo normal cuando un país accede a las ventajas de la industrialización y la modernidad es que la gente deje de tirar a las cabras desde la alto de un campanario y que decaiga esa variante oral del acoso –y de los malos modales– que aquí se dio en llamar piropo.

No acaban de entenderlo, y mucho menos de aceptarlo, quienes siguen mirando al presente y hasta al futuro por el espejo retrovisor. Así es como acaban algunos –y lo que es peor: alguna– defendiendo casi sin advertirlo la resurrección de hábitos ya muertos tales que el del piropo. Qué antiguo es todo esto.

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