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Daniel Capó

Un lugar distinto

A principios del año pasado, Wuhan primero e Italia después se convirtieron en heraldos del porvenir. La información que nos llegaba desde los conductos oficiales tergiversaba una realidad que era ya evidente a los ojos de cualquier ciudadano informado. Mientras algunos países –como Alemania– se preparaban para la pandemia, otros –como España– negaban la evidencia. El coronavirus prendió en nuestro país sin los deberes hechos y dejó tras de sí un rastro espeso de muerte y miseria. Desde entonces, las distintas olas han seguido situándonos entre las naciones con mayor incidencia, a pesar de las duras restricciones que se nos han impuesto y de que los niveles de saturación hospitalaria nunca han vuelto a ser los de la primera ola. La reapertura de los colegios funcionó relativamente bien –mucho mejor de lo que yo creía– y la vacunación –después de un vacilante inicio en la Unión Europea– ha sido un éxito para la sanidad española. Analizando siempre los indicadores adelantados -el Reino Unido e Israel en estos últimos meses–, cabía esperar un verano con el virus en retirada. La eficacia de las vacunas de ARN mensajero resultaba sorprendente, incluso aplicándose una sola dosis, a lo que había que añadir una inmunidad natural creciente tras el año de pandemia. El sentido común decía que seguramente un tercio de los españoles ya disponía de anticuerpos por haber superado la enfermedad y que otro cincuenta por ciento contaba al menos con una dosis de la vacuna. Si esto no era la inmunidad de rebaño se le parecía mucho y, sobre todo en Israel, el retorno a la normalidad auguraba un futuro optimista. Y entonces llegó delta y cambió el escenario. Quizás para mucho tiempo.

La variante delta ha resultado ser mucho más contagiosa, con mayor réplica viral y más hábil a la hora de sortear la vacuna. Una dosis ya no basta y el hecho de descartar las intervenciones no farmacológicas –como el uso de las mascarillas– ha supuesto un error. Delta ha dejado claro que la vacunación no es suficiente para acabar con la pandemia y que el objetivo de la inmunidad de rebaño se nos antoja ahora mucho más lejano. Ha puesto además de manifiesto que todos, en algún momento de nuestras vidas, nos infectaremos con el nuevo coronavirus; pero nos recuerda también que las vacunas logran controlar, en una gran mayoría de ocasiones, los casos más graves y que los fallecimientos continuarán cayendo a medida que sigamos robusteciendo nuestra inmunidad.

Creo que debemos seguir siendo optimistas, aunque no ilusos. El retorno a la normalidad llevará algo más de tiempo de lo que pensábamos y seguramente va a exigir cambios en los hábitos sociales. Sospecho que, al igual que se introdujo la obligatoriedad del uso del casco en las motocicletas y de los cinturones de seguridad en los coches o que se prohibió el tabaco en lugares cerrados, las mascarillas pasarán a ser nuestros acompañantes habituales en determinadas circunstancias, como cuando vamos a un hospital o nos subimos a un avión. Se ventilarán más y mejor los espacios cerrados y se verá con peores ojos que acudamos al trabajo con síntomas de alguna afección respiratoria. Las vacunas basadas en el ARN mensajero se multiplicarán a lo largo de esta década y se convertirá en rutinaria su inoculación contra un buen número de virus cada otoño. En pocos años, nuestro mundo será un lugar distinto.

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