Sostenía el filósofo que la libertad es un alimento de pesada digestión: precisa de estómagos bien sanos para asimilar sus cualidades. No hay impulso más natural para el hombre que el de obrar según su criterio y responsabilidad, salvo cuando esa actitud individual choca con otra aspiración igual de fuerte: la de sentirse seguros. La pandemia hace colisionar ambas pulsiones este verano. El cansancio estimula las ganas de desahogarse. No puede prohibirse la diversión de la misma manera que tampoco debe ponerse en peligro la salud de nadie por una juerga. Conjugar protección con libre albedrío solo es posible actuando con sentido común y prudencia. Ante los botellones de fin de semana, esa es la complicada deglución de derechos y deberes con la que el virus nos somete a prueba.

La preocupación por el covid desciende, según los sondeos, por la sensación de escudo que proporcionan las vacunas. La foto de la reacción de la sociedad varía mucho en función del grupo de edad entrevistado y de la efectividad de la autonomía donde se reclute la muestra. No existen datos desglosados sobre Asturias, pero a buen seguro el espectacular ritmo de vacunación en la comunidad contribuye también aquí a disipar los temores. El porcentaje de españoles a quienes les inquieta mucho o muchísimo la pandemia bajó del 52% al 48% solo en los dos últimos meses, acaba de revelar una de las encuestas periódicas del Instituto de Salud Carlos III.

Los encuestados prácticamente ya no se manifiestan en tensión por seguir las recomendaciones sanitarias, con una caída significativa del porcentaje de agobiados. Los ciudadanos aseguran estar cansados de debates estériles y hartos de oír hablar del asunto. Una actitud comprensible por la desorientación que causan los vaivenes de los políticos y las dudas a que inducen charlatanes de feria tratados como sabios. Otro trabajo sociológico de una fundación vinculada al Ministerio de Ciencia concluye que en enero un 50% de la población evitó de manera estricta la interacción social. En mayo solo lo hizo el 30%.

La relajación parece inevitable, hasta comprensible, y tiene su reflejo en Asturias en esos sábados y domingos de botellones nocturnos multitudinarios. El pasado fin de semana, con la suma de la jornada festiva del ecuador de agosto, fue el de mayor descontrol estival. Las fuerzas de seguridad desalojaron hasta a 9.000 personas de reuniones para consumir alcohol en distintos puntos de la costa. En el contexto actual, este tipo de aglomeraciones están consideradas como una fuente clara de contagio. Entre la juventud, por el contrario, arraiga la percepción de que, con los mayores a salvo, el peligro desaparece.

El fenómeno del botellón constituye en este país, a juicio de los expertos, un problema de salud de primer orden. Asturias fue la última comunidad autónoma en prohibir la venta de licores a menores. La ley llegó en 2014 y hoy puede decirse que sus logros, igual que en otras partes, han sido nulos. La bebida de alta graduación merma de manera muy directa la maduración del cerebro, proceso que no concluye hasta bien entrada la veintena. Pero no es real, ni tampoco justo, culpabilizar únicamente a las nuevas generaciones de lo que está ocurriendo. Ni tampoco solo a este fenómeno. Sin ir más lejos, este fin de semana se celebraron actos masivos de entidades festivas en las que también se produjeron importantes aglomeraciones.

Los jóvenes no pagan en vidas el terrible coste del virus, pero sufren con crudeza el desastre económico que agravó, sin oportunidades para trabajar en su tierra, sin puestos adecuados a su formación, obligados a empuñar la maleta para albergar esperanza y forzados a devolver en el futuro la montaña de deuda que sus predecesores contrajeron para combatir la hecatombe. Dicho lo cual, quienes se suman a esas madrugadas de consumo desordenado también deben pensar que, como gesto de rebeldía o seña de identidad como tribu, su comportamiento les destroza primero a ellos mismos. Esparcirse no guarda relación con desafiar a la autoridad, reventar mobiliario urbano, liarse a mamporros o incordiar al vecindario, obligando a las fuerzas de seguridad a mostrarse inflexibles. Padecemos un déficit de civismo. El respeto y la convivencia como valores de la democracia también se aprenden. En la escuela y en cada casa. Las epidemias siempre dejaron tras de sí grandes cambios estructurales. Corresponde después de la actual replantearse el modelo educativo, porque detrás de todo lo esencial siempre encontraremos la enseñanza.

Este covid insidioso obliga, sí, a seguir profundizando en su conocimiento, en el perfeccionamiento de los sueros, en las terapias. Aunque cada uno también puede contribuir con su actitud a los avances para erradicarlo. Ciertamente la amenaza disminuye a medida que progresa la cobertura de las vacunas. Pero su efectividad resulta limitada. Sucumbir ahora, aunque pese la fatiga pandémica, a la tentación de la dinámica de contactos estrechos e intensos sería como dejar de pedalear con la meta al alcance de la vista. Como en esas heroicas etapas de montaña, los últimos kilómetros son los que más cuestan. La victoria aguarda.