La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

LNE FRANCISO GARCIA

Billete de vuelta

Francisco García

Fabada castreña

Defiende el arqueólogo Jorge Camino que la ingesta de fabes en Asturias acumula un recorrido de más de tres mil años, que en las excavaciones de los castros aparecen evidencias de su consumo. Sin poner en cuarentena tal consideración, debía de tratarse de una leguminosa pariente de la que fue introducida en Europa, por puertos españoles, en el siglo XVI y procedente de América, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo. Si los habitantes castreños ya cocían fabes a palo seco, no es descartable que el combustible de las huestes de Pelayo para enfrentar al invasor anduviera por parecida composición, al modo de la pócima milagrosa de los galos del poblado de Astérix. Pelayo y sus valientes, como Leónidas y sus trescientos espartanos en las Termópilas, patentaron la versión asturiana del “no pasarán”. Y tal vez también la expresión “al platu vendrás, arbeyu”, dedicado al atacante bereber, antes de iniciar la senda de la recuperación territorial de Norte a Sur. O sea, que la fabada pudo ser contemporánea del bajarse al moro.

De la misma opinión era Julio Camba, el escritor gallego y reputado gastrónomo, que probó su primera fabada en el chalé de Melquíades Álvarez en Somió, con tanta fruición que estuvo a punto de adoptar el “melquiadismo” e ingresar en el Partido Reformista tras acometer un segundo plato, de categórico compango. Camba escribió que la rotundidad de la fabada era debida a que hay ollas que no deben haberse enfriado desde la Reconquista. Como el mejor “cassoulet” que Anatole France dijo haber degustado no en un restaurante parisino principal sino en la casa de una anciana del barrio latino que llevaba cuarenta años preparando ese plato, con similitudes a la fabada, en la misma pota. Si bien habría que convenir con Paco Ignacio Taibo en que el cassoulet no es más que una fabada que se perdió el respeto.

Compartir el artículo

stats