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Francisco Sosa Wagner

Más sobre los toros y la Alcaldesa

Los pecados que se cometen al asistir a una corrida taurina

Quedó claro en la anterior Sosería que la alcaldesa de Gijón no ha prohibido los toros en su territorio por observancia de la ideología del partido político al que pertenece y ello sencillamente porque las ideas de tal partido se inscriben en el espacio tambaleante de lo esponjoso, lo dúctil, pultáceo o maleable: hoy defiendo aquí lo que mañana combato allí.

Convengamos por ello en que el apoyo de la fulminante decisión antitaurina se encuentra en el hecho de que la Alcaldesa, a la vista de los textos eclesiásticos que cité la semana pasada, está convencida de que los toros son pecado. Como el liberalismo a finales del siglo XIX, según proclamó el Papa Pío IX y explicó con pluma inolvidable el Padre Felix Sardá y Salvany (1884).

La alerta está pues lanzada al espectador gijonés de una corrida de toros. Y así nadie se puede llamar a engaño. Los teólogos nos lo explican bien y a sus doctrinas preciso es acogerse, yo desde luego –como la Alcaldesa– así lo hago porque soy discípulo del Padre Jeremías de las Sagradas Espinas y lector apasionado y tenaz de su demoledor estudio “¿Grave inmoralidad del baile agarrado?” (Bilbao, 1949). Pues como el baile, los toros.

No se puede sostener que una corrida sea ilícita o lícita según que al espectador le parezca que peca o no y ello porque los toros son “per se” objetivamente pecaminosos. Un pecado además de tracto continuo, moroso, por cuanto el aficionado se demora en el trance: desde la adquisición de las entradas en la taquilla hasta la contemplación del espectáculo en la plaza y no digamos si después comenta con los amigos las incidencias de la lidia. Si es así, ahí entraríamos en algo cercano a la lujuria que, como se sabe, supone la complacencia en el desorden, en la delectación torpe.

Hay personas para quienes el espectáculo taurino es una ocasión de simple regocijo y así dicen: “Yo no tengo conciencia de pecar, voy solo a divertirme”. Se comprenderá que tal forma de razonar, aunque se produzca de forma ingenua, no cuela. Porque honradamente nadie puede excluir que, junto a ese pasatiempo, no se escondan otras intenciones pecaminosas que, para colmo, implican un escándalo público entendido como una perpetración externa menos recta (escándalo activo, diabólico o “simpliciter”) y que es ocasión de ruina espiritual para muchos conciudadanos (escándalo pasivo).

Todo esto se halla muy trabajado para que alguien intente dar gato por liebre. Y quienes han estudiado el pecado en su verdadera dimensión teológica, como es el caso de la señora alcaldesa de Gijón, saben perfectamente que los toros son pecado y ocasión para el desconcierto social.

La pregunta punzante que procede despejar ahora es ¿cuántos pecados se cometen al asistir a una corrida de toros? Pues a los señalados hay que añadir el pecado de cooperación que supone un concurso positivo al acto pecaminoso del agente principal. Aquí entran quienes intervienen como ganaderos, mayorales, veedores, por supuesto, toreros y rejoneadores, banderilleros y picadores. Hasta los caballos y los toros podrían incurrir en graves sanciones canónicas si consideramos lo espabilados que son y que por lo mismo no pueden ser ajenos al tráfico infame en el que participan.

Los daños morales que el toro causa se expanden en el tiempo pues muchos de los espectadores, a lo largo de la semana o de los meses subsecuentes, evocan con delectación aquella verónica templada con que el torero recibió al primero de la tarde o aquellas chicuelinas ceñidas y no digamos aquella serie con la izquierda de mano baja o aquella trincherilla, ay, de ensueño…

Quien no quiera ver el pecado en todos estos placeres mundanos es que acepta complacido la corrupción de las costumbres.

Y es lo que la muy progresista alcaldesa de Gijón jamás tolerará en el territorio de su mando.

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