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Tensión en el PP

La intención de Ayuso de liderar a los populares en Madrid choca con Casado

Los partidos resultan imprescindibles para organizar una democracia en cualquier estado. Se han concebido diversas fórmulas con las que sustituirlos, como el referéndum, la revocación o distintas variantes de instancias deliberativas, pero a lo más que se ha llegado ha sido a aplicarlas de forma subalterna de las instituciones partidistas y a realizar ensayos, en algunos casos con notable éxito, a escala local. Estos intentos no obedecen a una nostalgia inútil de la democracia ateniense clásica, sino al desprestigio absoluto en que han caído los partidos, que son vistos por los ciudadanos como organizaciones que actúan en interés propio, un trampolín para conseguir privilegios, en vez de entregarse al servicio de los ciudadanos y del interés general. La confianza en los partidos está en mínimos y este es uno de los principales problemas en todas las democracias.

Hoy por hoy, la democracia española es impensable sin el PSOE y el PP. Para comprender esta afirmación tan categórica, basta con tratar de imaginarla sin ellos. Entre ambos partidos representan una elección tras otra a la mayoría de españoles conformes que están conformes y moderadamente satisfechos con el funcionamiento del sistema político establecido en la Constitución de 1978. Los dos han ejercido alternativamente el gobierno, de acuerdo con el escrutinio electoral y los pactos firmados, desde la Transición. Pueden darse otro nombre, como ocurre con UCD y el PP, pero al cabo son lo mismo y cumplen la misma función. El resto de los partidos de ámbito estatal, con la excepción del periclitado Ciudadanos, es decir, Podemos y Vox, tienen una idea borrosa e impracticable de la democracia. La competencia entre el PSOE y el PP sostiene a la democracia española y es esencial para su continuidad, aunque por otro lado esa rivalidad la esté entorpeciendo ahora.

Avanza la legislatura hacia las próximas convocatorias electorales y el panorama político español es cada vez más incierto. Casi todas las encuestas estiman que la pugna por el voto entre los dos grandes partidos está muy igualada, con un sector amplio de electores que se mantiene a la expectativa, indeciso. El PP partió con la desventaja de un relevo conflictivo en la dirección y una derrota severa en las últimas elecciones, pero el desgaste sufrido por el gobierno en varios frentes y la aplastante victoria conseguida en Madrid lo han situado con posibilidades de ganar las próximas generales. Una condición para alcanzar ese objetivo es evitar las divisiones internas y despejar cualquier duda sobre su liderazgo. Los votantes castigan las trifulcas entre dirigentes, especialmente las que se forman por ambiciones de poder, y el líder se ha convertido en la encarnación, imagen y símbolo del partido, por lo que si es cuestionado se reducen las opciones de triunfo electoral.

Pues bien, esta es la situación que ha provocado la apoteosis madrileña en el PP. El barómetro del CIS publicado días atrás demuestra la debilidad del liderazgo de Casado. Los votantes del PP le otorgan una puntuación de 5,5, superior solo a la que obtiene Arrimadas entre los votantes de su partido. El 59% de sus votantes desconfían, poco o mucho, de Casado, el peor porcentaje de los candidatos de los cuatro partidos mayores entre sus respectivos electorados. Solo el 46% de los votantes del PP declara que prefiere a Casado como presidente del Gobierno, el nivel más bajo de apoyo, con la excepción de nuevo de Arrimadas, desahuciada de forma concluyente por sus propios electores.

Los esfuerzos de la dirección por reafirmar el liderazgo de Casado, tanto en el interior del partido como entre los electores, están dando un resultado desigual. Y entonces aparece flamante Isabel Díaz Ayuso, reclamando la presidencia del partido en Madrid, petición en la que algunos sospechan que hay oscuras intenciones. La presidenta madrileña sigue una línea política que a veces coincide con la marcada por la dirección nacional y otras no. Es inevitable ver en los choques a cuenta de los calendarios, las agendas y la pretensión de Ayuso de liderar el partido en Madrid, una piedra grande y pesada en el camino de Casado a la Moncloa.

Pero este caso de rebeldía de un líder autonómico ante la dirección nacional de su propio partido, que se da con cierta frecuencia en la política española, mueve a una reflexión de mayor calado. El presidente de Galicia y líder en la sombra del PP, Feijóo, ha declarado a propósito de este episodio que le ”parece normal que un presidente autonómico quiera presidir el partido de su comunidad autónoma”. La afirmación requiere una aclaración del significado preciso con que utilizó la palabra “normal”, si queriendo decir que era lo habitual o que era la pauta a seguir. La concentración de poder en el líder es una tendencia general en los partidos, que ha acabado por ahuyentar a los afiliados y distanciar a los electores. Según fuentes del PP cercanas a Casado, no es bueno que la presidencia de la comunidad autónoma y la del partido coincidan en la misma persona. Como tampoco lo es, añado yo, que el alcalde de Madrid sea el portavoz del PP. La separación de institución y partido es una prueba de fuego que ninguna democracia ha superado plenamente. En España, la confusión es irritante.

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