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Millas

El trasluz

Juan José Millás

Dudas papales

En el transcurso de un reciente viaje por Eslovenia, el Papa Francisco dijo que una homilía no debe durar más de ocho minutos porque la gente pierde la atención. Me recordó a esos entrevistadores de la tele que, mientras el técnico te coloca el micrófono, te invitan a ser muy breve porque “un minuto de tele es oro puro”. La verdad es que los minutos de la tele suelen ser de barro, o de hojalata, pero, si te extiendes, el entrevistador se pone nervioso porque tiene una opinión muy mala del telespectador, del que asegura que solo es capaz de aceptar mensajes breves, directos y a la mandíbula. Tal vez el Papa confíe en la capacidad de atención de los fieles, pero no en la de la seducción de los curas. Una homilía de ocho minutos, si es buena, resulta corta. Incluso cortísima. Suele decirse que un minuto de radio malo parece una hora mientras que una hora de radio buena parece un minuto.

No es, pues, que la gente haya perdido la curiosidad o la capacidad de atender, sino que los oradores han perdido capacidad retórica. De hecho, esta disciplina, tan importante en el mundo clásico, ya no se estudia. El término “retórica” solo se emplea para connotar negativamente un discurso. El Papa, en fin, podría haber alentado a los sacerdotes a mejorar sus sermones, pero por alguna razón prefirió alentarlos a que los redujeran. Tal vez en dos años les recomiende suprimirlos.

Hace años, en el periódico “ABC” se publicaba una sección de crítica de misas dominicales con el mismo espíritu con el que se hacía la crítica de teatro. Su autor, en el que ahora no caigo, iba cada domingo de incógnito a una iglesia, observaba atentamente la representación, tomaba notas de la homilía y luego hacía una reseña del conjunto. Yo no me la perdía nunca, pues normalmente era ingeniosa e instructiva. No me importaría que alguna publicación me encargara este trabajo: reflexionando sobre los vicios y las virtudes retóricas de los demás se aprende mucho acerca de los propios. Pero hemos caído en una decadencia oratoria tal que hasta el Papa duda de que los ministros de la Iglesia, pese a sus estudios, sean capaz de superarla.

Mal asunto.

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