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Roberto Granda

El Club de los Viernes

Roberto Granda

El individuo frente a sus desafíos

El colectivismo como una forma de pereza intelectual

Trágica víctima directa de la llamada guerra cultural: el individuo. Con su reciente conquistada libertad, tras mucha sangre derramada contra los movimientos totalitarios, el individuo va cediendo terreno frente al empuje de los colectivismos que han viajado desde los extremos del espectro ideológico con un ímpetu avasallador que ya no respeta universidades, medios de comunicación de masas ni tiernas infancias con el cerebro en formación. La rueda que no deja de girar, la apisonadora que no frena.

Ahí está, en cualquier tertulia o red social, el enésimo memo pretencioso explicando cómo vivir y cómo pensar correctamente. Desde sus púlpitos laicos de charlatanes de teletienda. Ahí está el Gobierno con su deriva reaccionaria y liberticida. Calando poco a poco, con el goteo constante, en generaciones donde la referencia nunca es a los hechos sino la emoción, con internet como dispensador de odio a la carta. Las religiones de sustitución buscan nuevos fieles a la causa colectivista. Porque el miembro de una corporación o un lobby se vuelve sordo a las razones, y de esta manera el individuo como ser autónomo nunca podrá desarrollar una libertad crítica que le permita esquivar el fanatismo.

Y la mayoría de los contenidos que ofrecen los políticos y sus voceros mediáticos de fervorosa militancia son tan predecibles como insoportables, con tendencia al esperpento y tiernamente ridículos.

Aunque el desolador panorama invita con frecuencia al pesimismo: chavales y no tan chavales, con la mente puesta en las modas de Instagram y las corrientes del grupo, abanderados por cantamañanas multicolores o pijoecológicos, nacionalistas con síndrome criminal, políticos de pocas luces y cierto pintoresco progresismo, empeñados en imponer una lógica enfermiza de odios a la carta, las políticas identitarias de reflexiones estanco donde prima la genealogía, el sexo, la orientación, el color de piel, las fobias compartidas que arrastran disonancias cognitivas, los traumas que encuentran cauce y salida en el calor dogmático de la manada. Del colectivo. Una turbia maraña ideológica con todos creyendo pensar lo adecuado, pero todos igual de insustanciales, en esa perversa deriva en la que unos y otros, jóvenes y adultos, van entrando y van asumiendo, sin rechistar, su silencioso lugar en el pelotón de la mediocridad, entre la desidia educativa y ministerial.

Ocurrió con el montaje en la falsa agresión homófoba en Malasaña, Madrid, cuando, una vez descubierto el embuste, la manifestación de repulsa se celebró igualmente: porque sí que ocurrió, ocurrió en sus cabezas, y la realidad, que es caprichosa y va por libre, les da exactamente igual. Basta con “creer” algo y convencerse de una idea, para que se más nítida aún que si hubiera pasado, pues proyectan al exterior, en busca de chivos expiatorios, sus intoxicaciones íntimas o inestabilidades psíquicas.

El colectivismo, de esta manera, aunque gratificante por la falsa sensación de ser parte de algo que trasciende lo personal (qué solos se quedan los solitarios), es una forma de pereza intelectual. Las opiniones que no coinciden con el relato establecido necesitan un poco más de espacio y un poco más de reflexión para resultar comprensibles, y por eso no gozan de entusiastas seguidores.

Los políticos y los correveidiles mediáticos a sueldo tienen todo el derecho a la propaganda y al proselitismo de la doctrina, incluso con repulsivas y falsas campañas de agitación mendaz, pero, gracias a los que denuncian y refutan esas falsedades y artimañas, se ha conquistado también el derecho a señalarlos y exponerlos, aunque el sonrojo y la vergüenza torera no sea algo a esperar en esos profesionales de la desfachatez.

Cabe preguntarse hasta qué punto el activismo colectivista y sus malas artes pueden alterar la función de la justicia y las más generales normas de convivencia. Porque de nada sirve defender el individualismo si puedes ser agredido por una veintena de zumbados que han leído en algún foro que eres un peligroso fascista, verbigracia. Ya que ellos se reservan el derecho a la intransigencia.

Cada uno de nosotros debe adoptar, por su cuenta y riesgo, el compromiso moral de ser libres, por el sentido del pudor y del deber, pues no hay nada más revolucionario que seguir conquistando cotas personales de libertad.

Eso sí, mojarse lo que se dice mojarse nos vamos a seguir mojando sólo los de siempre. Sin afán polémico, sólo por higiene mental y aprecio a nuestros derechos.

Y lo del resto, digan lo que digan, no será silencio sino complicidad.

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