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Francisco Sosa Wagner

La Generación del botellón

Características de una nueva era

Como hubo la Edad de Piedra, la Edad Antigua o la Edad Media, nosotros hemos entrado sin casi percibirlo en la Edad del Botellón. O, mejor en la Generación del botellón.

En el pasado que los viejos recordamos existía el botellín. Era época timorata, disciplinada por los curas, tiempo de cobardes, de mojigatos, de ahí la mesura a la hora de acercarnos al mundo de la botella.

Un botellín de cerveza –pedíamos en el bar como haciéndonos perdonar.

Porque entre los botellines, el que contenía cerveza era el de mayor prestigio.

Es verdad que existía el botellazo pero se refería al arma que utilizaban quienes carecían de armas para perpetrar un atraco.

Botellón, lo que se dice botellón, no era sino el aumentativo de la botella, el equivalente de la damajuana donde se conservaban bebidas y alimentos. En las familias más audaces también podían contener los restos descuartizados de algún pariente cercano pero molesto.

Lo de ahora es distinto. Cuando hablamos de botellón estamos aludiendo a un objeto idealizado, a una efigie que ha adquirido cualidades simbólicas porque ni siquiera hace falta que tenga figura de botella grande.

–Vamos de botellón –dice el joven que ha acabado la ESO o el Bachillerato.

Quiere decir que va a correrse una juerga porque ha salido del Instituto, gracias a los nuevos métodos del progresismo gobernante, sin haber aprobado más que las asignaturas donde dieron aprobado general, una hazaña de esfuerzo y tenacidad. Por lo que el chico/a merece ese premio de fiesta y regocijo.

Ahora bien, el botellón no alude solo a una disposición de ánimo, esa que lleva a la algazara. El botellón designa además el lugar de su celebración, en puridad, un tabernáculo, un lugar donde se practica un culto poblado de ceremonias y ritos que incluye dejarlo todo hecho un asquito de condones y vomiteras. Ya vendrá el colombiano detrás a limpiar.

Destaca también en la liturgia botellonil el manejo de palabras gruesas que son malsonantes en un ambiente cohibido pero que en el botellón adquieren toda su grandeza. Por ejemplo:

–Hostia, la hostia, puta, la puta …

Dichas en un contexto de personas remilgadas son palabrotas. Dichas en un botellón pueden adquirir, según el tono, mil matices, mil significantes y mil significados. Una riqueza inesperada. Por eso no es verdad que los jóvenes de ahora carezcan de un vocabulario rico. Esta es una afirmación propia de pedantes a la violeta, de viejos. Lo que pasa es que los jóvenes, con un par de palabras –las mencionadas–, entonadas de forma diversa, manejan prácticamente íntegro el diccionario de la Academia o el de Casares (que fue por cierto un sabelotodo estirado).

En el botellón, los jóvenes dan pellizcos a las palabras rutinarias sacándoles su brillo, sus estallidos más rítmicos, más íntimos y más expresivos.

Y además se consigue en él la auténtica inmunidad de rebaño.

¿Alguien se imagina que, en lugar del botellón, los jóvenes hicieran el “librón”, es decir, que se metieran en una biblioteca a leer libros?

Si esto ocurriera, no estaríamos en la Generación del botellón sino en la Generación del 98. Es decir, la de unos pelmazos que escribían y escribían, todos ellos soliviantados por España.

–¿Cómo dice? ¿España?

–Querrá decir el Estado multinivel, plurinacional, polivalente, asimétrico, plural, laico, feminista y de cogobernanza federal.

–Ah, claro.

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