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Xuan Xosé Sánchez Vicente

¿Amor sin caricias?

A propósito del asturiano y la cooficialidad

Algunas de la prevenciones de quienes no son partidarios de la cooficialidad no son disparatadas, como las del dinero, aunque hay que tener en cuenta que parte de los costes provendrían de los presupuestos del Estado. Y es cierto: como cualquier norma o servicio público, desde el más elemental al más complejo, la cooficialidad supone un gasto. ¿Mucho más que lo que actualmente supone el (in)cumplimiento de la Ley de Uso? Seguramente, no disparatadamente más.

Pero, en todo caso, lo que hay que valorar con esa prestación de servicios es la contraprestación que supone: la ayuda a la preservación de un bien milenario, nuestra lengua, con usuarios y afectos históricos, como Reguera o Xovellanos, y el respeto hacia sus hablantes actuales, respeto a que invitan Constitución, Estatuto y la citada Ley.

De entre los contrarios a la cooficialidad, dejando a un lado los que tienen una simple prevención, existe un tipo de personas que, en realidad, manifiestan una enorme falta de cordialidad hacia el asturiano, bien por desconocimiento, bien por haber nacido o moverse en grupos sociales cuya proximidad a la realidad de nuestra lengua es ninguna; de ahí su incomprensión. Otros se mueven por una enorme aversión, enfermiza casi en algún caso, en ocasiones por razones de ideología política, en otros por pulsiones reactivas hacia su pasado o hacia su grupo social de origen.

Llama la atención, sobremanera, el escaso bagaje de conocimiento de muchas de las argumentaciones contrarias a la oficialidad, cuando no se levantan sobre la mentira o el infundio. Así, las que sostienen que el asturiano no se habla, que conviven con las afirman que no se puede normalizar porque se habla distinto casi en cada pueblo (como si el castellano de Cádiz fuese el de Burgos o Lima). Las que mantienen que la normalización o estandarización es un invento, como si el castellano no hubiese tenido un proceso semejante y continuo desde Alfonso X hasta hoy, o no lo hubiese tenido cualquier lengua (empezando por el inglés, por no citar las lenguas peninsulares no castellanas). Y ya no diré nada de la infamia que argumenta que es todo esto un invento de pane lucrando para cuatro.

Tan sorprendente como disparatado es el discurso de que la oficialidad es la vía para abrir un futuro de nacionalismo radical. Quienes lo utilizan o tratan de engañar o desconocen la realidad sociológica asturiana. Y por cierto, cuando es la derecha quien emplea ese discurso apuntando a Cataluña o Euskadi, ¿por qué se olvida siempre de Galicia? A propósito, cuánta risa le entra a uno al ver hoy la ferocidad del PP contra el asturiano y recordar cómo en la reforma estatutaria de 1999 corrió a proponer al PSOE incluir la oficialidad en ella, a lo que el PSOE, por su parte, se negó rotundamente. ¡O tempora, o negotia!

En todo caso, la declaración de cooficialidad del asturiano, si es que se produce, no tiene en sí ninguna consecuencia. Ha de ser su desarrollo posterior legislativo el que cree las condiciones de uso y tutela de la lengua en la administración y los servicios del Principado, y establezca los derechos de los ciudadanos. Ya saben lo que decía Romanones: “Ustedes hagan la ley y déjenme el Reglamento”. Es ahí, en otro sentido al que guiaba las palabras de don Álvaro Figueroa, donde deben establecerse los acuerdos, y el equilibrio entre derechos y deberes.

Pero los adversarios más sorprendentes son aquellos que manifiestan su amor por el asturiano (bueno, siempre dicen el elusivo y anticuado “bable” o “bables”), pero jamás se les ha conocido en público (y, sospecho, tampoco en privado) el uso de la lengua, ni el menor asomo de ello.

Sorprende tanto amor sin una manifestación concreta de ese amor. ¿Es posible el amor sin caricias? ¿Lo hay si estas no existen? Hombre, acaso pueda darse un amor como el místico, sin contactos y con deliquios y todo, íntimo, en el retrete del alma; pero las lenguas no tienen otra existencia y manifestación que su uso.

Así, pues, ¿amor sin caricias? Al modo de don Francisco: “Ello dirá, y, si no, lo diré yo”.

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