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Carlos Fernández

Pánico en el rebaño

Heredé de mis padres una cabaña en el monte. En Siero, en un lugar nada remoto. Es un goce. Un libro, algo para comer, y unas cervezas, y me río de los emires del Golfo. En aquella ocasión me acompañó uno de mis hijos; todo un detalle; son sinceros conmigo: prefieren subir sin mi. Cenamos, disfrutamos de la visión de la llanura iluminada, –Siero, Noreña, Llanera- allá abajo, y del faro de la Campa Torres barriendo la noche. Charlamos un poco, me espanté de nuevo de los puntos de vista que tenía mi hijo sobre las cosas, sucediéndole a él lo mismo conmigo, y nos acostamos.

Sobre las cinco de la madrugada empezó la fiesta. Los balidos enloquecidos de un rebaño de cabras en una finca próxima nos despertaron, y enseguida comprendimos: lobos. Nos quedamos en la cabaña; desconocemos como se lucha contra una manada de lobos en la noche sin más armas que una navaja suiza. Casi amaneciendo vimos por una ventana a dos de ellos subir por la finca y perderse monte arriba. Bajamos hasta la pradera vecina. Era una carnicería. Lo más duro era ver los animales que aún no habían muerto. Su culpa: haber nacido cabras, no lobos. “¿Por qué hay ecologistas que defienden esto?” –me preguntó mi hijo. “No, la mayoría de las personas tenemos sentimiento ecologista, tú te refieres a personas que se autocalifican como ecologistas, pero que no son otra cosa que fanáticos, y como tales sin ninguna capacidad de razonamiento; no hay nada que hacer por ahí”.

Hablamos después de las consecuencias de lo sucedido. Los lobos –nada culpables de lo hecho pues es su naturaleza– no solo habían dañado el medio de vida de cabrero; la ganadería es uno de los pilares de la economía asturiana, por tanto cada ataque de aquellos cánidos, tan brutal, no solo afectaba a los ganaderos, arrastrándolos al abandono, sino a todos los asturianos. Además, aunque había ayudas para los daños, la maraña administrativa era asfixiante, con funcionarios de sueldo asegurado que miraban al ganadero con sospecha, como si hubiese matado él las cabras para percibir la subvención, algo que se derrumbaba por su base a poco que se analizase. El resultado era cobrar tarde y mal. O nunca. Y eso que la solución era fácil: en otras actividades se declaraban los ingresos trimestralmente, y en base a ello se pagaba. Hacienda aceptaba la cifra declarada. Con ese mismo sistema, nuestro cabrero se acercaría a la oficina comarcal correspondiente, declararía la muerte, o con daños irreparables, en este caso por lobo, de nueve reses, y el funcionario, tras tres minutos de trámite solo le diría: “Gestionado. Mañana tendrá ingresado en su cuenta el importe de los daños según baremo. En el plazo de 48 horas lo visitará un guarda para verificar lo declarado. Recuerde que en caso de falsedad las multas son poderosas”.

Y el problema seguiría siendo complejo, pero mucho más pequeño. Eso sí, se cumpliría la indicación de los voceros de los ecologistas extremos: “los lobos son de todos”; y los daños también.

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