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Anxel Vence

Miradas que matan

La complicada tarea de un juez para valorar el pudor de la mujer

Un manual bajo el extenuante título de “Protocolo para la prevención y actuación frente al acoso sexual y acoso por razón de sexo en el ámbito laboral” incluye entre esos motivos de acoso las “miradas impúdicas”. También entrarían dentro del catálogo los “gestos”, sobre los que el mentado protocolo no ofrece más detalles, aunque fácil es sobreentender que se tratará de ademanes lascivos.

La idea del Ministerio de Igualdad tiene como propósito facilitar las quejas de las víctimas de acoso y, en su caso, la interposición de denuncias. No es ninguna broma, si se tiene en cuenta que una de cada cinco mujeres importunadas por algún baboso sufre esa humillante experiencia en el lugar donde trabaja.

Broma parece, sin serlo en modo alguno, el concepto de miradas “impúdicas” o, dicho de otra manera, las que ofenden al pudor. Más que nada porque el pudor viene siendo, según la definición de la Real Academia, la honestidad, la modestia y el recato. Sorprende, aunque la intención sea benéfica, que el Gobierno quiera velar por la decencia y el adecuado decoro en la conducta de sus administrados.

Quizá se trate de una involuntaria confusión entre el pecado –que pertenece a la esfera religiosa– y el delito. O no.

Ciertamente, la mayoría de los ejemplos que aporta el protocolo contra el acoso sexual en el trabajo son de estricto sentido común. Como tal se definen, entre otras, las insinuaciones, proposiciones y presiones de tipo sexual; el contacto físico deliberado y no solicitado; o los besos y abrazos sin permiso que algunos confianzudos propinan a sus compañeras como quien no quiere la cosa. No digamos ya a las que están bajo su mando jerárquico.

Más compleja resulta ya la cuestión de las miradas que atentan contra el pudor. Hay gente convencida de que algunos –o todos– la miran mal, aunque no se trate necesariamente de una actitud lujuriosa.

Peor resulta aún, dentro de este ramo de acoso visual, el mal de ojo con el que ciertos desalmados, generalmente envidiosos, causan toda suerte de desgracias a sus víctimas con solo mirarlas. El aojamiento, que así se llamaba siglos atrás, tiene una larga tradición en España, si bien no hay particulares razones para pensar que se trate de algo más que una superstición. Fácil de combatir con una higa, por otra parte.

Igualmente subjetiva, la mirada impúdica evoca más bien el vocabulario religioso y, en particular, los pecados de pensamiento. En ellos incurriría, según los más afinados catequistas, aquel varón que imaginase actos impuros al mirar a una señora.

Extrañamente, el manual del Ministerio parece adoptar la idea del pecado de pensamiento al describir como acoso sexual las miradas sin pudor. Si ya resulta difícil a los confesores discernir el pecado, mucho más arduo ha de resultar que un juez valore si una mirada atenta o no contra el pudor de quien la recibe. El protocolo ideado por el Instituto de las Mujeres no lo aclara, desgraciadamente. No queda sino recurrir a la apreciación, casi siempre subjetiva, de los testigos, si los hubiere.

Nadie podrá negar, en cualquier caso, que hay miradas que matan o, cuando menos, humillan a las víctimas del ojeador. Lo malo es que resulta difícil probarlas; pero, aun así, conviene resistirse a la tentación de hacer chistes fáciles.

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