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Burra y botijo

Historias de trenes

Ilustración de Alfonso Zapico.

Expertos en Preceptiva literaria, ciencia autoritaria en la que tantos maestros y maestras nacionales eran peritos, indicaban que los títulos de lo que fuere, de libros, de capítulos y de artículos periodísticos, tan fáciles de escribir y de tanto interés, han de ser transmisores de signos seguros para que el lector/lectora sepa a qué atenerse, perdiendo el tiempo justo, tan justo como los precios en un mercadillo navideño organizado por frailes franciscanos o capuchinos, que son iguales.

Así, un título como el antecedente, “Burra y botijo”, no es signo seguro, lo reconozco; al contrario, es confuso. Unos se asustarán, pensando lo atrevido que hay que ser para escribir en estos tiempos acerca de las burras, femeninas de burros, llamadas pollinas en lenguaje cervantino; otros, muy asturianos, serán indiferentes a los botijos, bien porque siendo botijos ellos mismos, se consideran más espigados que los espárragos gigantes de La Rioja, o bien por lo barata que está el agua (en mi supermercado, en San Lázaro, subiendo al Cementerio de San Salvador, hay botellas de agua a 0,18 céntimos de euro).

Durante un tiempo me cansé viendo a “burras lecheras”, atadas a los postes de luz, en muchos lugares de Oviedo, en El Rosal, en Muñoz Degraín, en el Postigo, y en la cercanía de la plaza “El Paraguas”, la de la leche, en tiempos anteriores a los de la Central Lechera Asturiana. Me llamó la atención lo pequeñas que eran las burras, de rabos cortos o escasamente rabudas, en comparación con los machos, los burros, que lo tienen todo grande. Las burras o pollinas, negras, y grises, caminaban como encogiendo sus patas traseras, como si quisieran esconder el sexo; eran unos andares que recordaban a los propensos a colitis,

Y la poética de la “burrez”, que empezó con la observación de las burras cargadas de latas de leche, llegadas desde La Manjoya, tuvo su apogeo con las lecturas poéticas de Juan Ramón Jiménez, solo de buen carácter cuando escribía del burro Platero, al que enterró con amor en Nazaret de Moguer, a la sombra del pino Gordo. Lo de la esposa, Zenobia, es otra historia, como otra historia es la leche de burra para el baño de Popea, la amante de Nerón.

Asturias, por ser tierra de mucha agua, nunca precisó de botijos; apenas a ellos se refirió el etnógrafo y cura José Manuel Feito, fallecido, en su libro “La artesanía popular asturiana” (1977). La página 10 de “Babelia”, del 17 de julio de este mismo año, titulaba “La dinámica del botijo”, aquí, en tierra “carbayona”, apenas fue leída, y eso aunque se cuenten cosas tan interesantes como que el botijo, por formas de barriga, es de simbología femenina y fecundante, además de gestor eficiente del agua: “gracia de polisemia” se concluye en “Babelia”. Ahora “lo botijo” pasó a ser simbología masculina, y pensando en ellos, en tantos botijos, resulta doloroso el pensar en el sufrimiento de tantos, que inclinados muy de mañana, prietas las barrigas, han de colocarse los calcetines, los grises o de colores, o atar los cordones de los zapatos casi amarillos.

Pero no, estimados lectores/lectores, esto no va de burras ni de botijos; esto va de trenes, como de trenes fue la imponente novela de Eduardo Zamacois, titulada “Memoria de un vagón de ferrocarril”. De trenes, llamado uno el “Tren burra” y otro el “Tren botijo”, y de la Renfe asturiana, acaso hoy Adif, que no siendo ni burra o botijo, pudo ser aún peor. Ante esta, mi revelación, unos exclamarán ¡Ah, ahhhh! como con alivio, que es un luto de grises, los miedosos de toda la vida; otros exclamarán ¡Bah, bahhh! los insatisfechos o prontos a decepcionarse, también de toda la vida. Y como interesa concordar a ambos, para que lean lo mismo aunque de diferente manera, procede recordar a Graciano, no al periodista, no al monárquico, no al ahora poeta, lector del portugués Torga, sino al genuino, al canonista del siglo XII especializado en “Concordia discordantium canonum”.

Lo mejor escrito acerca del “tren burra” se debe a uno de Palencia, llamado Julián González Prieto, Julianín o Juli, que explica en su libro, publicado por Editorial Cultura Norte, en 2010 (“Libros para un reino milenario”), de qué manera, saliendo de Palanquinos (León), picados los billetes por el revisor, se podía llegar con la locomotora a vapor, viéndose desde lejos los penachos de humos, hasta Medina de Rioseco (Valladolid), pasando por Valencia de don Juan, en aquellos tiempos, antes de ese “vinito” de moda, de uva “prieta y picuda” y antes de que esa Villa, la de Coyanza, fuera lo que es hoy por lo de la piscina: una Perlora del siglo XXI, como en tiempos fue la Perlora asturiana de Educación y Descanso. En Valencia de Don Juan se organizan eventos tan originales y cazurros como el de “Nuestros Mayores bailan”…

Y el “tren botijo” salía de Madrid a Alicante, al grito de ¡viajeros al tren! llevando botijos para mantener fresca el agua durante el interminable viaje, y aplacando la sed durante la travesía por Castilla y la Mancha, tierras que el mismísimo Immanuel Kant, el de “La paz perpetua”, sin moverse de Königsberg, calificó de “espacios absolutos y sin cosas”. Un territorio inmenso, es decir, sin medida.

Y las máquinas ferroviarias, no solo las de vapor, llevaban botijo; también lo llevaban las primeras eléctricas, de la serie 7700, de sobrenombre “las inglesas”, de color verde, de 122 toneladas de peso y 22 metros de longitud cada una, y utilizadas en las líneas León-Gijón y León-Ponferrada, operativas desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los noventa del pasado siglo, muy apropiadas para la “rampa de Pajares”, que, como escribió Fermín Rodríguez Gutiérrez: “Superó la Cordillera, abasteció España y desenclavó Asturias.

Renfe en Asturias ni fue “tren burra” ni “tren botijo”, ni burra o botijo. No sé si fue mejor o peor, y así hasta hoy, no sé si Renfe o Adif. Sospechas de lo peor hay muchas.

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