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Ramón Punset

El espíritu de las leyes

Ramón Punset

La elección partidista del TC

Una composición

La designación por el Congreso –una vez más muy tardía– de cuatro nuevos magistrados del Tribunal Constitucional (TC) vuelve a suscitar la sobreactuada indignación de los partidos minoritarios, que acusan al PSOE y al PP de “reparto de cromos”, esto es, de pactar únicamente entre sí (más UP, que forma parte de la coalición gubernamental) las cuotas de fidelización política de los jueces constitucionales. ¿Son estos, por lo tanto, verdaderamente independientes? Acerca de esta sempiterna y maliciosa cuestión existe mucha confusión en la opinión pública, que, para empezar, no entiende cómo los miembros del órgano jurisdiccional llamado a ser el “intérprete supremo de la Constitución” son elegidos para tan excelsa misión por los partidos políticos. De lo cual parecería derivarse la carencia de verdadera independencia de los jueces constitucionales ya “ab origine”, o sea, desde el momento mismo de su designación por los diputados nacionales.

Pero las cosas no son así. Como es bien conocido, los miembros de la Corte Suprema de los Estados Unidos resultan nominados por el Presidente y ratificados (o no) por el Senado, sin que el alto prestigio de este Tribunal, por lo demás variable según las épocas, se vea en absoluto menoscabado por tal origen. El mismísimo Juez Marshall, un auténtico mito en la implantación del control de constitucionalidad de las leyes, había sido, antes de su nombramiento por el presidente John Adams, secretario de Estado en el gabinete de este y uno de los líderes del partido federalista.

En aras a garantizar la independencia de los componentes del TC, ¿no sería mejor, entonces, que sus funciones las desempeñara una Sala de lo Constitucional del Tribunal Supremo (TS)? En realidad, y desde esta perspectiva, daría lo mismo, ya que la independencia judicial no es una cualidad moral o psicológica de los integrantes de la judicatura (si así fuera, sólo podría designarse a ángeles o a santos, lo que plantearía un arduo problema de provisión de plazas vacantes), sino un estatus jurídico objetivo garantizado por el ordenamiento mediante las cautelas, entre otras, de la inamovilidad, la irresponsabilidad política, las incompatibilidades del cargo y el fuero jurisdiccional. A ello se añade en América el carácter vitalicio del nombramiento, de modo que no es insólito que un juez de la Corte Suprema designado conforme a una determinada y supuesta orientación ideológica mude de sensibilidad pasado un tiempo.

Por otra parte, tengamos presente una cosa: allí donde existe un Estado democrático como principio estructural del régimen constitucional, como sucede en España y en los países más avanzados, todos los poderes –y no sólo el Parlamento– hallan en el pueblo la fuente de su legitimidad.

Así lo declara solemnemente nuestra ley fundamental, cuyo artículo 1.2 contiene esta formulación: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Todos los poderes, conviene insistir; y así lo recalca el artículo 117.1 del mismo texto constitucional, que declara con igual solemnidad que “la justicia emana del pueblo”.

Siendo ello así, en nada puede extrañar la composición del TC, elegido en sus dos terceras partes por las Cortes y la restante por el Gobierno de la Nación y por el Consejo General del Poder Judicial. Como tampoco puede sorprender que el propio constituyente haya dispuesto expresamente la elección parlamentaria de 8 de los 20 miembros de dicho Consejo, dejando al criterio de las Cortes la determinación por ley orgánica del modo de designación (ya parlamentaria, ya estrictamente judicial) de los demás vocales.

Por supuesto, nuestros jueces constitucionales (así como los restantes jueces, desde luego) poseen sus específicas convicciones ideológicas y morales. Ya decían Marx y Engels que el ser social determina la conciencia, sin que deba verse aquí un determinismo chapucero e irreversible. Ahora bien, lo que la Constitución pide de ellos es, ni más ni menos, que sean “juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional” (art. 159.2). Y punto. Luego sus sentencias pueden ser admirables o groseramente erróneas, disparatadas y hasta risibles. Corresponde en primer término a la comunidad de los juristas la crítica rigurosa de las mismas. Pero además la misma opinión ciudadana “percibe” cuándo una sentencia resulta contraria no ya al Derecho, sino al puro sentido común.

La política, a diferencia del fútbol practicado en el patio del colegio o en cualquier descampado, se juega con árbitro. O con árbitros, pues el Rey también ejerce, por mandato constitucional, funciones arbitrales. De otro modo el juego político-institucional sería mucho más difícil y podría acabar en violencia.

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