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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Juergas y burros dormidos

Las expresiones que se popularizan

Conocía yo dos disculpas para evitar broncas al regresar a casa de madrugada y perjudicado por la juerga. Ya conozco tres. La primera era la de aquel médico que cerraba con sonoro portazo al llegar y –poniéndose la venda antes que la herida– gritaba: “¡De donde me da la gana!”. La segunda pertenece a Fernando Quiñones, quien se despidió de su esposa un lunes tempranito anunciando que se marchaba a la barbería a arreglarse el pelo, pues había invitado a sus suegros a comer. Pero por el camino, se cruzó con unos amigos del alma que festejaban boda gitana, que lo invitaron... y retornó a casa al clarear el alba del jueves, a tiempo de ver a su santa poniéndole en la puerta las maletas. El escritor apiñó los dedos de la diestra para significar abundancia y susurró: “Te juro que así, así estaba de llena la peluquería”. La reciente tercera me la contó un paisano moscón que, años ha, fue en busca de un vecino suyo del que nada se sabía en la aldea tres días después de que hubiese bajado a la villa al mercado. Hallolo en plenos cantares y en plenas cajas de sidras vaciadas con unos cuantos más. Le afeó su desaparición y obtuvo esta espléndida excusa: “Hombre, no iba a dejar a estos señores con la palabra en la boca”.

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Me encanta la precisión al comunicar, el decir sin que nada falte o sobre en el mensaje. En el último libro de Luis Landero, me enternece un personaje –el señor Bordas– que borda el exacto hablar. Por ejemplo, explica así la posible causa de un albañal atascado: “El tragante del sumidero debe de estar obstruido por causa de la broza acumulada en él”. Hoy, no pocos diplomados universitarios dirían: “Eso va ser de que el chisme no va por lo que viene siendo que no tira”.

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Aunque Saúl Fernández nació en Madrid, es asturiano de toda la vida. Periodista, narrador, transcriptor, antólogo, geógrafo de fantasías, coautor y tímido, vuelve ahora a la dramaturgia con la obra teatral “Whitechapel” (ya saben: el barrio donde no hacía teatro Jack el Destripador), que subió a tablas y que ahora ofrece en libro la editorial Orpheus. Personajes encerrados, soledad y reproches, pasado y presente, el enemigo afuera, historias de cuando se paró el mundo, Beckett y el horror. Me gusta mucho leer teatro. Y quedarme con los aforismos del autor: “La tristeza es como el residuo definitivo del terror”; “El terror es saber de verdad que no hay futuro porque el terror acelera la certeza”.

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Leo en los papeles que cierta prisión –al disponer de un solo módulo para mujeres– provoca que ocupen el mismo recinto las reas que pagan tanto por “delitos de cuello alto” como por “delitos de sangre”. Como no sé lo que son “delitos de cuello alto”, me voy al diccionario: nada. Paso a la wikipedia... y ahí entiendo que el redactor se confundió. Quiso escribir “delitos de cuello blanco” o “delitos de guante blanco”, o sea, los cometidos por personas con un estatus socioeconómico alto o los que se realizan sin violencia o intimidación directa, respectivamente. Pero estaría bien persistir en el error y distinguir entre “delitos de cuello alto” (si el criminal tiene pasta y es fino) y “delitos de cuello bajo” (si se trata de un currito atolondrado). Hala, a popularizarlo en tribunales.

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Aprendo en una revista del corazón –siempre la hojeo en mi peluquería, no en la del antedicho– que los leones duermen trece horas, y los burros, tres. Al ya homologado elogio de “trabaja como un burro”, tal vez pronto llegue a sumarse el de “duerme como un burro” para ponderar a explotados requetedispuestos a hacer horas.

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Un afamado escritor afincado en aunque no nativo de las Asturias me envía un palíndromo de doce caracteres que parece una orden o una invitación a atreverse: “Al raso osarla”.

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