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Daniel Capó

El Partido Popular en su laberinto

Pablo Casado se mueve como un candidato indeciso en medio de los caminos cegados por los que transita

Se diría que el principal problema del PP se llama Vox, porque no hay suma posible con Vox como tampoco la hay sin Vox. Quiero decir que ni la España vaciada ni los peneuvistas ni los catalanes ni… –añadan aquí la formación que deseen– daría su voto a una coalición imposible una vez que el establishment mental de las izquierdas ha decidido qué marcas son votables y cuáles no. Los más jóvenes hace tiempo ya que se cansaron de los partidos llamados “de la centralidad”, porque en estos últimos veinte años la realidad económica y social les ha dado la espalda y, al cumplir la treintena, muchos de ellos se empiezan a cansar de promesas sin concreción alguna. Parte del éxito de Ayuso se explica porque supo venderse como una candidata antisistema que se rebelaba contra las medidas coercitivas del confinamiento, la presión fiscal y el acoso mediático –sea real o no– hacia Madrid. Si Sánchez llegó al poder apoyándose en los partidos de la antiespaña, Ayuso radicalizó la ecuación entre España y Madrid, por muy falsa o simplificadora que pueda resultar. A Sánchez ya le fue bien porque, una vez pasado el primer susto, perder Madrid ha sido su “París bien vale una misa” si de este modo puede sostener una retórica que acerque los populares al imaginario de Vox. Desde entonces, su sonrisa de gato de Cheshire no ha hecho sino alentar la división de los populares, subrayando el peso de cualquiera de sus contradicciones internas y alentando –mediante sus altavoces mediáticos– las rencillas entre sus dirigentes. Ahora es Ayuso contra Casado, como sería Ayuso contra Feijóo o todos contra PP y Vox si el centro y la derecha española no obtuvieran mayoría absoluta en las próximas generales.

Porque la pesadilla de Pablo Casado se desarrolla en dos actos. Durante el primero, los populares consiguen un éxito relativo –y esperable– en las elecciones autonómicas y municipales, recuperando algunas plazas decisivas y consolidando algunas de sus baronías. El segundo acto, en cambio, se llama “obtener una victoria sin consecuencias en las generales”: una victoria sin suma posible y, por tanto, sin gloria. Ganar para perder, en lugar de perder para ganar. Si sucediera así, el destino que le esperaría a Casado sería similar al de Saturno: morir a manos de sus hijos.

Para el elector, Casado da la impresión de ser un candidato indeciso en medio de los caminos cegados por los que transita. Vox le come el voto, la juventud y el enfado; mientras que Ayuso se proyecta como un símbolo de las esencias libertarias de los populares, pero esto sólo sería cierto en una geografía determinada y entre votantes concretos. Feijóo (o Moreno Bonilla) actúa como su opuesto y así van las cosas: divide et impera.

Los beneficiados serán otros, por supuesto, y me temo que, en ningún caso, el candidato popular. De esto se dio cuenta ya hace tiempo el alto empresariado, que no sólo se frota las manos con la lluvia de euros prometida por Bruselas, sino que ha interiorizado que la paz social –con los nacionalismos y el resto de ismos progresistas– se lo garantiza el PSOE antes que el PP. He aquí una gruesa ironía más, que no importa perseguir hasta sus últimas consecuencias.

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