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Pilar Garcés

Reivindicación del tinte

La moda de lucir canas se impone a teñirse el pelo

Las peliteñidas no estamos de moda. Cotizamos a la baja. No hay día en que no aparezca un reportaje sobre el auge del pelo blanco. Las canas al poder, lo que viene a ser una redundancia porque poder y canas siempre han ido de la mano, mientras estuvieran en las cabezas adecuadas, es decir, en las de señores de cierta edad. Hablamos de las crismas femeninas, que se han liberado del imperio del color artificial. Los montones de crónicas de moda que ensalzan los cabellos grises de un tiempo a esta parte suelen ir acompañados de la imagen de la última rica y/o famosa que se ha dejado fotografiar con la melena alba. Hoy Sarah Jessica Parker, ayer Andie MacDowell. Mujeres que se gastan al mes en el cuidado de su pelo lo que cualquiera de nosotras en toda la vida, con o sin tintes. Mujeres que hacían anuncios de champús y acondicionadores hasta hace muy poco con sus rizos rubios o morenos han encanecido de repente y parece que el mundo nos da permiso a todas las demás para salir a la calle supernaturales, que cantaba Marta Sánchez, una rubia de bote y olé olé por ella. Un par de veces se ha ejemplificado con doña Letizia esta tendencia a lo genuino, sin conservantes ni colorantes, porque a la reina le asomaba un hilo gris de su cuidadísima coleta, y le han sacado imágenes ampliadas de las raíces sospechosas.

Pero resultó poco más que un espejismo. Canas de quita y pon, que en la mayor parte de sus últimas apariciones ya han sido matizadas. Las estrellas de cine nos regalan imágenes de sus rayas níveas, ahora que ya nos hemos aburrido de verlas recién levantadas y sin maquillar. Sencillez capilar. Sinceridad plateada. La cana es bella porque lo dicen Carolina de Mónaco y Ángela Molina. Personas que se han operado la cara y el cuerpo hasta donde les ha dado la real gana se apuntan ahora a la cana como demostración de que les importa un pito lo que el resto de la humanidad pueda pensar de ellas. Más vale tarde que nunca. Mujeres que pasan de teñirse ha habido siempre, siento fastidiar a los cazadores de tendencias que cobran por solemnizar lo obvio y a los que ya han encontrado quince razones para abandonar los pigmentos. Y además manifiesto mi envidia por la autoestima que muestran las que peinan canas sin complejos.

Me gustan mis años, pero no mis canas. No me voy a molestar en bucear por internet para averiguar si las egipcias se pintaban el pelo para justificarme. La fobia canosa me viene por parte de madre, como haberme quedado en blanco en la treintena. “Es que soy de cana fea”, respondo a menudo cuando me incitan a liberarme de la tiranía del tinte. “Y encrespada”, añado cuando me recitan la lista de beneficios de pasar de los colorantes, que se resumen en el económico. Por no explicar que no es lo mismo que una cana fea y encrespada enmarque la cara de Jodie Foster que la de servidora.

Por no decir que casi nunca las encuentro favorecedoras. “Lo último que me quitaría es el tinte, antes dejo el café”, afirmaba mi progenitora, genio y figura, y no faltó a su cita con el color hasta el final de su vida. Sus hijas peliteñidas nos desesperamos en el confinamiento, y nos encomendamos a todos los dioses el día de “hasta aquí he llegado” en que nos hicimos el emplasto capilar en casa, todavía quedan gotas en el techo del baño. No pienso renunciar a esa ayuda extra que me proporciona la droguería. A esa maravillosa sensación cuando tu peluquera de confianza te lava y te seca después del tinte, y de nuevo vuelves a estar en el espejo en technicolor, y se ha ido la tipa gris de antes.

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