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Inmaculada González-Carbajal García

De aquellos polvos, estos lodos

Los botellones tras la pandemia

La pandemia se ha convertido en la excusa perfecta para justificar cualquier tipo de comportamiento, aunque éste sea claramente un delito y el pretexto más socorrido para explicar el origen de las tropelías que estamos viendo en algunas ciudades españolas por parte de grupos de jóvenes descontrolados, la mayor parte de ellos carentes de educación de la buena, de esa que te enseña que tu libertad termina donde empieza la del otro, que la diversión puede formar parte de la vida, pero no es un derecho –no creo que muchos de ellos se hayan leído la Declaración Universal de los Derechos Humanos–, y por supuesto, que causar cualquier tipo de daño a alguien o a sus propiedades no nos vuelve más libres ni más guais, sólo nos convierte en delincuentes. Pero claro, los “pobres” jóvenes han sufrido el confinamiento, han tenido un año terrible con clases online y no han podido divertirse en esa “modalidad a la española” de desmadre pasado por alcohol hasta las pestañas. Pues resulta que el confinamiento lo hemos sufrido todos y todas, y también todos hemos perdido un año de nuestras vidas ante una situación que nos ha pillado con muchas carencias personales para afrontarla con madurez, pero si hay que mencionar al grupo de población más afectada y el que ha sufrido las consecuencias de la pandemia de manera clara y contundente, sin ninguna duda han sido los mayores. Ellos han sido el grupo más afectado, no sólo por la enfermedad que se ha llevado a un buen número de ellos, sino también por las limitaciones que, en muchos casos, les ha provocado secuelas irreversibles, tanto motoras como cognitivas. Y muchos de esos mayores pasaron el confinamiento en habitaciones de residencias de unos 8 o 10 metros cuadrados, alejados de sus seres queridos. Ellos sí que han perdido un año de sus vidas que no podrán recuperar nunca.

Pero vamos de nuevo a intentar comprender qué pasa con esta juventud criada entre algodones, con escasos recursos ante la frustración y cuyos objetivos de vida van poco más allá del botellón del próximo fin de semana. Antes de seguir adelante, quiero aclarar que no todos los jóvenes son así: dichosamente, conozco muchos que tienen objetivos claros en sus vidas, que estudian o trabajan y no necesitan perder la consciencia para divertirse y, mucho menos, destrozar vidrieras, robar en las tiendas o quemar mobiliario urbano. Claro que aquellos que no optan por el desenfreno suelen ser hijos de familias que se han ocupado de educarlos con principios, y entre todos ellos, uno muy importante: el respeto.

Esto que estamos viviendo se ha venido preparando en tiempos pretéritos y –ahora voy a decir algo muy impopular y políticamente incorrecto– se ha criado con esmero en el seno de las familias, aunque nadie quiere decirlo abiertamente, nadie tiene la valentía de empezar a señalar a los padres y madres que consienten a sus hijos, desde muy pequeños, que hagan lo que les de la gana, porque así son más libres, confundiendo la libertad con el desenfreno y la desvergüenza, con la incapacidad para moderar y contener los caprichos y pulsiones, por más que estos sean destructivos o perjudiciales para terceros o para ellos mismos.

En el ámbito de la enseñanza, los profesores han perdido la autoridad ante el alumnado y ante los padres, y llevan años sufriendo sus consecuencias, pero las instituciones políticas se empeñan en pasar a la escuela la responsabilidad de la educación de los niños en aspectos que sólo competen a las familias. De todos modos, los efectos de esta falta de educación en las casas se perciben en todos los ámbitos, y cuando contemplas algunas escenas cotidianas con los más pequeños, es fácil adivinar lo que puede suceder en el futuro. Podría señalar muchos ejemplos que veo cada día, pero sólo voy a hablar de uno. Hace unos meses, acompañé a un amigo al juzgado para un tema en el que iba como testigo para unos trámites de matrimonio; en el grupo iba una pareja con una niña de unos 20 meses. Entramos todos en la sala de juicios, que en aquel momento estaba vacía. La pequeña estaba muy tranquila en su silla, pero el padre la sacó de allí para que la nena anduviera por la sala; después, le sacó un balón para que la niña jugara, porque era el lugar más “apropiado” para jugar al balón: la sala de un juzgado. La niña andaba por allí y no hacía mucho caso a la pelota; entonces, el papá, en un intento de estimular a la niña, empezó a darle pataditas al balón contra la pared de la sala, a la vez que invitaba a su hija a que hiciera lo mismo. Mientras contemplaba la escena, yo me preguntaba si era necesario darle a la niña el balón en ese lugar. Si hoy le muestro que puede jugar al balón en cualquier sitio, ¿seguro que mañana va a entender que no puede hacerlo donde a ella le apetezca? Pero, claro, son “rarezas” mías, que llevo toda la vida haciéndome preguntas.

Los desmadres de estos jóvenes descontrolados que en las últimas semanas están cometiendo delitos en la ciudad de Barcelona tienen su origen en una educación sin límites, sin principios y sin normas. Estos comportamientos no surgen por generación espontánea ni por efecto de la pandemia, porque la mala educación la llevamos padeciendo hace muchos años y nadie habla de ella. Lo fácil ahora es descargar la responsabilidad de padres, por un lado, y de políticos, por otro, a algo etéreo e informe, en todo caso invisible e inasequible, como es el virus covid-19 que ha provocado esta pandemia.

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