Con demasiada frecuencia las administraciones construyen castillos en el aire al elaborar sus presupuestos. Sobrevaloran los ingresos, desprecian los riesgos, asumen cualquier momio con tal de pactar con el socio y prometen maravillas a la clientela de sus bancadas a sabiendas de que nunca cumplirán porque los euros no estiran. Los gastos fijos acaban devorando las inversiones y dejando sin capacidad de maniobra a los gobiernos, como si fueran puros liquidadores concursales. El Principado está inmerso estos días en la negociación de sus cuentas. No puede ocurrir aquí lo mismo. Más que unos números concretos para el próximo ejercicio, lo que la región requiere hoy es un modelo distinto para sacar el máximo rendimiento a sus recursos, impulsar la economía y no engordar lastres inútiles. 

Los ingresos del Principado vía impuestos propios y transferencias que recibe del Estado suman 4.300 millones de euros. El presupuesto autonómico alcanzó el año pasado 5.200 millones porque agregó a esa cantidad 900 millones en préstamos, necesarios para equilibrar las cuentas. Solo los sueldos de los empleados públicos, el pago de los intereses y las amortizaciones de la deuda y la dotación de bienes y servicios para el funcionamiento rutinario de las consejerías ya suponen 2.850 millones. En definitiva: de cada diez euros reales que recauda Asturias, seis los consumen salarios, créditos y aprovisionamientos, y estos no son los únicos compromisos fijos.

El gasto en personal aumentó en mil millones en tres lustros. La partida sigue creciendo porque, a pesar de que la plantilla disminuirá en algunos efectivos, asumirá pronto una subida en las nóminas del 2%. Y para complicar el enredo, habrá que regularizar a los interinos. El Gobierno autonómico tenía 36.000 trabajadores en 2011. Una década y dos crisis devastadoras después, va por los 43.500. No todo lo explican las 4.000 incorporaciones por el coronavirus. En los primeros embates del estallido de la burbuja del ladrillo, la nómina de contratados también dio un estirón para sostener el empleo que las empresas destruían.

La radiografía apabulla. La fiscalidad exprime a los asturianos. El dinero que puede extraérseles no es infinito ni lo que falte llegará graciosamente de la solidaridad de otros territorios. Las últimas previsiones moderan la recuperación. El PIB progresará un 5%. Pobre consuelo después de haber retrocedido de golpe el 15%. Con el actual nivel de ingresos y una carga sin techo de desembolsos improductivos, al Principado apenas le quedan en la práctica posibilidades de actuar como palanca transformadora de la realidad asturiana. A lo magro de la partida inversora se unen ahora las complicaciones para ejecutarla por las trabas de una norma de contratos extremadamente garantista.

La autonomía cumple en unos días 40 años. Nació como un instrumento descentralizado para mejorar la vida de los asturianos y contribuir a su progreso, no como una oficina gigantesca de colocación destinada únicamente a despachar burocracia y gestionar el estancamiento. Arraiga entre los ciudadanos la percepción de un deterioro en la prestación de servicios. El teletrabajo no puede ser la excusa para mermar la atención y levantar barreras. Algunos centros de salud embalsan pacientes sin razones objetivas que expliquen por qué registran una situación peor que antes de la pandemia. Las empresas que marchan bien necesitan más egresados en determinas especialidades. El Rector admite que no puede ofrecer la formación que demandan, ni ve forma de arreglarlo. ¿Para qué sirve una Universidad incapaz de instruir a los profesionales que el mercado desea contratar? Otras instituciones educativas le comerán la tostada. Vamos derechos al hundimiento si el conformismo fatalista arraiga con normalidad entre quienes deber resolver los problemas.

Hasta el vicepresidente Cofiño lo advirtió esta semana: “Hay que reordenar, no podemos crecer mucho más. Unos servicios se crearán y otros desaparecerán”. Urge repensar muchas cosas sobre Asturias, y entre ellas el sentido de un aparato descentralizado mal dimensionado y de torpes movimientos, inservible para la agilidad y la flexibilidad en que la revolución social que atravesamos nos instala. La ley de medidas administrativas urgentes que en unas semanas aprobará el Parlamento regional y la de empleo público que visará en febrero son los primeros pasos para propiciar el cambio. Conseguirlo precisa de objetivos concretos fáciles de medir y evaluar, como en cualquier rendición de cuentas de la esfera privada, no de buenismos, propósitos abstractos y camelos. Como ocurrió con la carrera profesional de los funcionarios, nacida para distinguir a los sobresalientes y que acabó resultado café para todos.

Lo peor que les puede ocurrir a los asturianos es que entre la aversión a las medidas impopulares de unos y el anhelo por mantener el statu quo de otros, la revisión acabe convertida en un proceso descafeinado. Solo que esta vez la región no saldrá indemne: acentuará su declive.