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En la Mallor, con quina o sin quina, y luego, con “les marañueles” en Avilés

La excelente pastelería asturiana

Cuando estoy en Oviedo, visito la librería Cervantes, creyendo que allí está escondido el espíritu de Conchita Quirós, aburrida de contemplar a Dios, pues no hay duda de que Conchita está en el Cielo como los angelitos: angelitos negros, que cantó el morenito Machín. A raíz de la última crónica, “Los animales también cuentan”, que fue de perros, ahora las gatas, de portentoso aparato reproductor, surgen por doquier, desafiando el exclusivo amor canino a Jerry, mi bodeguero. Leo al cretense Kazantzakis y en él acaricio las gatas de angora, alimentadas con chicharros del Mar Egeo, comprados ex professo, por el poeta, en el mercado central de Heraclión. Y hace unos días, en la librería de Conchita, encontré un tratado sobre “Las opiniones filosóficas de un gato”, de un loco llamado Hippolyte.

Luego voy a Milicias Nacionales para merendar en la terraza de la ahora denominada “La Mallor”, denominación que me crea problemas gramaticales, pues si a la Mallorquina se quita la quina, queda “La Mallor”, que es una falta ortográfica colosal. Recuerdo en la puerta de la pastelería al repostero don Federico, padre de padres y genio de la confitería ovetense, leonés que no maragato; de él, del “yemas”, se decía que por sus dedos, de las yemas amarillas, superiores a las de Ávila y Almazán, unas veces salían oros y otras carbayones. Nunca supe los apellidos de don Federico, ni interés tuve, pues decir don Federico era nombrarlo todo. Y Federica fue el nombre de otra pastelera, ex/reina de griegos y del gatuperio helénico, de los “royal”.

Don Federico parecía grande por ser los que le escuchaban pequeños. Gracias a las lecciones de Geografía Universal (2º de Bachillerato en Los Maristas de Santa Susana) del profesor J. M. Martínez Cachero las Islas eran lugares de fantasía; o sea, que la “Mallorquina” era para mí un inmenso y fascinante “Galápagos” pastelero. Allí, como en la Academia de Platón, don Federico explicaba a los admirativos oyentes los muy viriles que eran los bartolos y las muy femeninas que eran las glorias y las olgas; que si raquíticos eran los petisús y los canutillos, gordas eran las bombas; de los milhojas decía que eran hermafroditas, pues unos los llamaba milhojas y otros las milhojas; y continuaba disertando sobre las lenguas para chupar y los cubiletes para jugar a los dados. Yo pensaba en las Vergaras y en el virgen Pionono. Y así hasta que dijimos adiós a don Federico y marchamos a ver los taxis aparcados en la misma calle, delante de ferretería Lacazette, en batería, siendo el más espectacular el Citroen-pato que conducía un taxista llamado Manolín, que era calvo y botijo.

Mauricio Wiesenthal en “El derecho a decidir” escribe: “El dulce se consideraba, en nuestra vieja tradición europea, un pecado. Y precisamente por eso las mejores pastelerías se encontraban en Ámsterdam y en Copenhague, en Viena y en Zurich y en Baden-Baden. Nada como entrar a la hora del crepúsculo en esas cafeterías donde nuestras dulces abuelas se hicieron novias de sus sombreros escuchando el piano de Gustav Lange y comiendo unos pasteles… inconfesables”. Y todo parece que cambió cuando las monjas, para sobrevivir, hicieron dulces, que eran en realidad polvorones para ahogar a los que los comían o para aplacar a sedientos, muriéndose de eso y no de diabetes ¡Cosas de la perfidia monjil!

Es verdad y razón tuvo José Juan de Blas al explicar en “La Hora de Asturias” (septiembre de 2010) que “el carbayón es un dulce típico ovetense creado por el maestro del obrador José Gutiérrez por encargo de José de Blas, de Camilo de Blas, en 1924, para participar en la 1ª Feria Internacional de Muestras de Gijón”. Parece ser que en aquel obrador también trabajó don Federico, que en 1929 montó su pastelería donde hoy se encuentra; don Federico siempre alardeó, hasta que falleció a finales de los sesenta, de “sus carbayones”, calificados de verdaderos. Es indudable que los carbayones salieron de aquel obrador, del de Blas, pero pregunto: ¿don Federico tuvo arte y parte? Por cierto que los hábitos pasteleros hoy cambiaron; no son como los de antes, a base de paquetitos de docenas, pero eso, don José Juan, no puede significar que las pastelerías de postín, entre ellas, la suya, dejen de hacer pasteles y se dediquen a hacer empanadas; a ser “empanaderías”. No y no.

Y recuerdo los merengues, de fresa y de café, “marrones del África tropical”, de la Confitería pegada a la Cafetería del Kopa Club, con unas formas redondeadas perfectas como gorduras de mujer embarazada, y un Kopa Club al que nunca perdoné que quitara el sitio por el derribo del Bazar San Mateo, el de mucha juguetería. Y un poco más a la derecha saliendo estaban los merengues de Las Dueñas, cuadrados como ellas mismas, con apellido tan pastelero como Lamelas. Antes en Fruela, donde estaba el Bazar La Panoya, hoy está Sogepsa...

La excelencia pastelera estaba por toda Asturias. Cuando me llevaba a Avilés, a merendar “les marañueles” de confitería Galé, me ocurría lo que a Proust comiendo magdalenas: “En el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo (magdalena), tocó mi paladar, me estremecí y un placer delicioso me invadió”. Miraba con admiración a doña María y a doña Josefa, tías de Manolín Galé, rojas de cara, y con moños lujuriosos, femeninos, como adorno de santas, entre tiesos y blandos, jugosos como cerezas, y penetrados, para sostén, por unos ganchos que parecían ganchillos.

Lo más parecido a aquellos moños, está hoy en el moño que ondea por Oviedo, Ana María Pichel, la madre de mi amigo Luis Olay, desde que sale de su domicilio en la calle Cervantes, con carpetas para anotar rentas y averías de albañiles, y hasta que regresa, calzada con zapatos femeninos, escoñados, que parecen de hombre. Reza y mucho A.M.P. en La Balesquida, capilla de Virgen con tijeras de sastre en las ventanas del primer piso, de la que es sacristán mi amigo Puchi Felgueroso.

Es verdad que Ana María Pichel no hizo pasteles, pero aún saboreo su guiso de ternera con patatas fritas, que era como un pastel de mucha dulzura, a finales de julio, con ocasión de las Fiestas de Naves, en Llanes.

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