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Luis M Alonso

La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Luis M. Alonso

El marisco prehistórico

Mencionar centollos, oricios, percebes y ostras suena a celebración y felicidad; concita los apetitos más primitivos y nos delata como atlánticos

Los hay que si no tuviesen otra cosa que comer hasta morir, elegirían marisco. Por el marisco he visto en las mesas las pasiones más desatadas de los seres humanos. Mencionarlo suena a celebración y felicidad y concita los apetitos más primitivos. De hecho los mariscos, especialmente algunos crustáceos, resultan ser verdaderamente prehistóricos, tienen millones de años. Uno observa un centollo, una langosta, un bogavante o una cigarra de mar y está viendo un monstruo antediluviano. Todos se confunde con la edad del propio mar. El hombre apenas tuvo que descubrir el fuego para meterles el primer bocado. Ese momento debió de ser antológico, imagínense al primero de la especie humana hincando el diente en un caparazón, destrozándolo con las manos, separando las pinzas, sin imaginarse lo que podía hallar dentro.

El marisco es de todos los productos comestibles el que más inequívocamente delata nuestro origen atlántico, que choca con nuestra otra vertiente mediterránea creativa y reciente. Hay un momento, no es fácil localizarlo con exactitud, en que la simplicidad del agua, la sal y el fuego son superadas por otras tendencias, se puede decir que colonizadoras de los sentidos. Bueno, pues los mariscos representan la auténtica nostalgia de los viejos tiempos agrestes, de mares batidos y de tempestades, mucho antes de que los romanos y los árabes nos enseñaran a cocinar. En Occidente hemos recorrido milenios de civilización culinaria para volver a aficionarnos a la comida cruda, los pescados y la carne. Y en todo ese largo transito de la vida el marisco ha permanecido. Acudimos a él, cuando se puede económicamente, y para desquitarnos de las comidas de mayos complejidad. Agua de mar y poca cocción, la fórmula es siempre la misma. A veces, es necesario un babero y unas tenazas, como es el caso de los centollos y las centollas; un marisco emblemático de la costa cantábrica. Los buenos ejemplares se distinguen por color más rojo e intenso, su caparazón abrupto cubierto de pequeñas algas y vellosidades, y por sus largas pinzas. Son salvajes y deliciosos. Igual que resultan finas y delicadas las andaricas (nécoras).

También está, por ejemplo, el percebe, que crece en las rocas expuestas al sol, abatidas por el mar. Lo que se come de él es la parte que forma el pedúnculo, aunque hay quienes escarban debajo de la uña. En Asturias, Galicia y toda la cornisa cantábrica se comen percebes siempre que se puede, pero también en algunos lugares de Francia, en Portugal, Canadá y Chile. Bueno, en Chile exactamente lo que hay son picorocos, otro tipo de cirrípedo que vive adherido a las rocas y mantiene en su carne el intenso sabor del mar. Los picorocos, como los percebes, son difíciles de mariscar y casi nunca abundantes, porque constituyen, a su vez, el alimento favorito de los locos, uno de los moluscos más apreciados del Pacífico, de suculenta carne, y que en Perú conocen por chanques. Los percebes están buenísimos, pocos mariscos guardan como ellos en su sabor la correspondencia del lugar donde proceden. El buen percebe es el corto, de uña gorda, y ancho. Carnosos y jugosos, lo práctico es utilizar un babero para comerlos. El vecino de mesa, si el comensal no se comporta con moderación, un paraguas para evitar ser salpicado. En el tiempo de cocción recomendado, Julio Camba hablaba del padrenuestro de las mujeres de su tierra. En los mariscos, tradicionalmente, se han utilizado las oraciones como sistema cronométrico: los padrenuestros, las salves y las avemarías. La heterodoxia, como escribió el gran articulista de Villanueva de Arosa, es precisamente el reloj. Dicho esto, para los percebes un minuto tras el segundo hervor.

Otro prodigio es el oricio (erizo de mar), que se desplaza lentamente por los fondos rocosos con sus pies ambulacrales y se protege emboscado en piedras y algas de las que también se nutre. Su carne es tan golosa cruda como cocida, pero hay que tener cuidado de que no se pase en la cocción. De hecho, la mejor manera de comer los oricios es después de un leve hervor que los mantenga calientes pero con una textura cruda que no desvirtúe su intenso sabor yodado.

¿Qué decir ya de las ostras? Una buena ostra en condiciones es un molusco excepcional y solo pierde sus virtudes nutritivas después de la sexta docena. Pero, eso sí, la ostra tiene que ser de calidad y servirse a la temperatura óptima, es decir, lo suficientemente fresca para que el paladar no se resienta por su textura. Un viejo pope de la gastronomía, Curnonsky, la comparó con la poesía: o es de primera clase o no merece la pena. Néstor Luján citaba al vizconde de Mirabeau y a Voltaire como grandes glotones de ostras, merecedores de la famosa litografía de Boilly. El primero de ellos devoraba antes de comer más de treinta docenas y el segundo tomaba como aperitivo una gruesa, es decir, 144 piezas, según el cálculo medio de su peso. En las mesas actúales las ostras llegan habitualmente a las mesas por unidades.

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