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Jorge J. Fernández Sangrador

Tisserant el Justo

El cardenal francés que ayudó a judíos a huir de los nazis

En 2007, la Fundación Príncipe de Asturias otorgó el premio de la Concordia al Museo de la Memoria del Holocausto Yad Vashem de Jerusalén, “recuerdo vivo de una gran tragedia”. Le fue concedido “por su tenaz labor para promover, entre las actuales y futuras generaciones, y, desde esa memoria, la superación del odio, del racismo y de la intolerancia”.

En hebreo, “yad” es “mano”; “shem”, “nombre”. Aunque, por extensión, “yad” es también “monumento”, dado que, en la antigüedad, los cipos, cual brazos hincados en el suelo, ejercían esa función. Para la denominación de ese gran espacio consagrado al recuerdo de los que padecieron la Soá, en el que, además del Museo, hay un centro de investigación histórica, un archivo y una biblioteca, se halló, en el profeta Isaías (56,5), la expresión más conveniente: “Les daré en mi casa y dentro de mis murallas un monumento y un nombre (yad vashem) mejores que hijos e hijas, un nombre eterno que no será extirpado”.

En Yad Vashem hay una avenida flanqueada por árboles, que han sido plantados para recordar a aquellas personas no judías que ayudaron a salvar a los judíos, perseguidos durante la Segunda Guerra Mundial y en períodos anteriores a esta. Una plaquita con su nombre, colocada junto a un árbol, testimonia la gratitud de todo un pueblo hacia quien puso su propia vida en peligro para que otros la conservasen.

Y será tenido por siempre como “Justo entre las naciones”, que es el título que se le da a perpetuidad. Son casi treinta mil, aunque no todos figuran en el Jardín de los Justos, sino en otros registros que se guardan en diversos lugares de honor de Yad Vashem. De entre las incorporaciones últimas se encuentra la del cardenal francés Eugène Tisserant (1884-1972), filólogo, orientalista y miembro eminente de la Curia romana.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, este purpurado, nacido en Nancy, prestó auxilio a judíos que acudieron a él solicitando que los amparase. Y lo hizo, bien escondiéndolos, bien empleándolos en la Biblioteca Apostólica Vaticana, bien proporcionándoles visados para viajar. Fue muy sonada su decisión de conceder la medalla de honor del dicasterio que presidía en el Vaticano al médico hebreo Guido Mendes, que había sido cesado, en aplicación de las leyes raciales, de su cargo de director de un hospital romano.

Tisserant cursó estudios, después de los del Seminario, en l’École biblique et arquéologique française de Jerusalén y, en París, en l’École des langues orientales vivantes, l’École des hautes études de la Sorbonne, l’École du Louvre y l’Institut catholique. Se desenvolvía con soltura en quince lenguas, de las cuales cinco eran semíticas: hebreo, siríaco, asirio, árabe y etíope. Y es por ello por lo que fue llamado a Roma para trabajar como conservador de manuscritos orientales en la Biblioteca Apostólica Vaticana, de la que llegó a ser prefecto y su modernizador.

Fue profesor de asirio en el centro académico de Sant’Apollinare, en Roma, y colaboró en la revisión de los libros litúrgicos del Oriente cristiano. Presidió la Pontificia Comisión Bíblica y la Comisión preparatoria del Concilio Vaticano II. Era un gran estudioso y lo adornaba una extraordinaria erudición, y resulta difícil exponer con brevedad la magnitud de su currículo vital, siendo el título que mejor se ajusta a su trayectoria eclesial e intelectual el de “Príncipe de la Iglesia”, al que catorce universidades le confirieron otros tantos doctorados “honoris causa”.

L’Académie française le asignó el sillón 37, en el que anteriormente se habían sentado notables figuras de la Iglesia y de la cultura en Francia: Daniel Hay du Chastelet, Jacques-Bénigne Bossuet, Melchior de Polignac, Joseph Giry de Saint Cyr o Charles Batteux. El cardenal Tisserant dedicó el discurso de ingreso en la Academia, en el que se pudo apreciar su gran altura como orador, historiador y científico, al físico Maurice de Broglie, su predecesor en el sillón 37.

Y no me resisto a no poner ante los ojos del lector lo que el nuevo académico dijo de De Broglie: “¿Acaso no fue su cristianismo el que explica la armonía perfecta entre su elevada inteligencia y su vida de plena simplicidad y bondad, caridad y –digámoslo– de humildad, virtudes que, unidas, hacen agradables las relaciones sociales y procuran al investigador la calma y el equilibrio que precisa para sus descubrimientos, y, al maestro, la autoridad que guía a sus discípulos, feliz por haber conseguido un éxito del que no se enorgullece, pues reconoce que es mérito de todos?”.

Junto a Eugène Tisserant, fue declarado también “Justo entre las naciones” otro francés: monseñor André Bouquin (1902-1973), rector de San Luis de los Franceses, la iglesia romana, cerca de la plaza Navona, en la que fueron acogidos y escondidos muchos judíos y en la que penden de sus muros unos cuadros pintados por Caravaggio (1571-1610) sobre tres momentos de la vida de un judío al que Jesús llamó para que fuese apóstol: San Mateo. Y estos son el de su vocación, el de la inspiración de su Evangelio y el de su martirio.

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