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José Martínez Jambrina

Demasiado miedo

Los dos años de pandemia y su repercusión en la sociedad y los derechos

Llevamos dos años de pandemia, pero da la impresión de que hemos mejorado poco. Las cifras de personas infectadas, hospitalizadas, vacunadas o por vacunar o ingresadas en las UCI vuelven a abrir de forma sonora los noticiarios. Volvemos a las batallas de curvas y porcentajes casi como en aquellas semanas terribles de la primavera de 2020. Por no hablar de la vuelta de nuestra amiga la mascarilla, acompañada ahora por los palitos de los tests de antígenos, uno de los objetos de deseo más curiosos jamás pensados. Hemos vuelto a las restricciones en la hostelería y otros negocios relacionados con la gestión del ocio, llamado también “placer” cuando la apuesta es satisfactoria, que diría José Luis Cuerda. Y a parar los motores.

Y lo peor de todo, hemos recuperado la atronadora voz de videntes, telepredicadores y otras formas de sinvergüenzas interesados que hacen del miedo la herramienta principal de sus mensajes. Esa vergonzosa exhibición en los medios de comunicación y en las redes sociales de pulmones con neumonía, piernas con úlceras varicosas o miocardios deteriorados son éticamente reprobables. Tampoco es que nuestros gobernantes sean ajenos a esa práctica centenaria de querer controlar a la población a través de la inoculación de temores y de exhibir la salud y la bonanza económica como recompensa para quienes sigan sus indicaciones que en muchos casos generan discusiones porque la Ciencia aún no ha dado una respuesta firme al respecto y la incertidumbre resulta intolerable, cuando no debería serlo. Quiero centrarme en el miedo como control de la conducta humana. De un modo grosero, podría decirse que esto de sembrar temores y amenazas arranca con la obra de Iván Pavlov en San Petersburgo. El genial médico ruso descubrió que podía inducir en sus perros respuestas a sensaciones como el hambre mediante un estímulo neutro como el sonido de una campana. El problema vino cuando también acertó a crear respuestas automáticas que se creían innatas como el miedo, la agresividad o la rabia mediante estímulos inocuos. Pavlov, que trabajó durante el mandato de Lenin y a quien Lenin protegió, se negó a dar el siguiente paso: probar sus experimentos en seres humanos. Recibió el Premio Nobel en 1904 y siguió investigando con animales hasta su muerte, en 1936.

Pero lo que Pavlov se negó a hacer por dudas éticas lo desarrolló el psicólogo estadounidense JB Watson entre los años 1920 y 1930 en Chicago. Con JB Watson se abre la caja de Pandora del uso en humanos de los reflejos condicionados. Watson desarrolló técnicas para inducir a la población a comprar ciertos productos. Pronto se le unieron profesionales de todo tipo. Y ciertos políticos vieron en esas técnicas la manera de eliminar algunos rivales. De hecho, el origen de la “xenofobia” está en la aplicación de la obra de Watson en el Chicago de aquellos terribles años contra la población negra e inmigrantes varios. A esta dinámica se suma el gran icono del periodismo norteamericano que fue Walter Lippmann, padre del concepto de “estereotipo”, que también ayuda lo suyo a odiar al extranjero o a cualquier extraño. Y así, poco a poco, llegamos al nazismo, al estalinismo y a las técnicas de lavado de cerebro. Ahí están las obras de Huxley o Koestler para informar de todo esto.

Volviendo a la actualidad pandémica, y tras analizar lo sucedido con el uso del miedo como arma pedagógica contra una amenaza para la salud, podemos concretar dos afirmaciones básicas:

- Que el miedo que se superpone a una reacción fisiológica de temor ante algo desconocido provoca una sobrecarga del sistema nervioso al aumentar los niveles de ansiedad y desata mecanismos compensatorios no tanto para afrontar el temor externo sino para controlar el miedo interno. Esto explica por qué meses después de que las autoridades sanitarias afirmasen que la mascarilla no era útil en espacios exteriores muchos ciudadanos aún las siguiesen usando. Para ellos ya era un mecanismo compensatorio pero de su equilibrio interno y no contra el virus. Asimismo, se ponen en marcha los cambios disociativos o psicosomáticos habituales en situaciones de miedo mantenido. Tal vez fuese oportuno plantearse si la desaparición del miedo del discurso pandémico y público no será la mejor prevención contra la pandemia de “salud mental” que nos asedia.

- Por otra parte, a medida que se incentivan conductas basadas en el miedo se aleja al sujeto de algo más importante: su responsabilidad y su autonomía para tomar decisiones. La tan cacareada autonomía del ciudadano que vertebra las democracias occidentales salta por los aires ante las legislaciones. Donde manda el Derecho se impone la obediencia, una de las más precarias virtudes de los hombres. Hay que leer a Hanna Arendt y su “Eichmann en Jerusalén”: el genocida nazi no se sentía responsable de nada porque cumplía órdenes.

La cosa no pinta bien. Hay cosas que son claras. A la luz de los datos científicos, la vacunación es una responsabilidad social o una obligación moral. Como se quiera. Tengo dudas sobre otros aspectos. Pero si queremos salvaguardar una sociedad democrática saludable y justa habrá que promover debates serios al respecto antes de legislar. No todo el que no obedece de forma ciega o plantea dudas incómodas es un “antivacunas”. Muchos tenemos la impresión de que una crisis sanitaria ante un virus que no es el ébola se nos está yendo de las manos por culpa del miedo.

Así pasó con la crisis económica de 2008: todo explotó cuando el periodismo llevó el miedo a Wall Street haciendo creer que la estafa de las hipotecas subprime era el iceberg de un sistema económico construido sobre el aire. No hay peor mentira que la que asienta sobre una hebra de verdad. Decía Woody Allen que hay democracias, hay dictaduras y luego está lo de los Estados Unidos. Así lo corrobora la científica que interpreta Jennifer Lawrence en la muy despreciable película “No mires arriba” cuando grita a todo pulmón: “¡Vamos a morir todos!”. Está en lo cierto, señorita Dibiasky. Y todas. Cuando nos toque.

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