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Santa Yolanda y el Evangelio

Agustín de Hipona como justificador de la visita de la ministra de Trabajo al Vaticano

Cuentan las crónicas que, tras su viaje al Vaticano, del que parece haber regresado transfigurada, cual otro Saulo en el camino de Damasco, la ya santificada, henchida de espíritu evangélico, le espetó a un diputado del PP: “Ya que le preocupan algunos viajes, repase usted San Mateo 19:23-30”.

Dado que la perícopa aludida nada tiene que ver con viajes, ¿qué quiso decir la neófita con tan críptico mensaje? Su núcleo es la metáfora de Jesús sobre los ricos: “Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico en el Reino de los Cielos”. Ahora bien, no dijo que fuera imposible, pues añadió: “Para Dios nada es imposible”. El contexto de esta metáfora es el de un joven rico que le pregunta a Jesús qué debe hacer para merecer la vida eterna. En principio, Jesús no le dice que debe dejar de ser rico, sino que le basta con guardar los mandamientos. Solo cuando el joven responde que eso ya lo ha hecho “desde niño”, Jesús añade: “Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme”. Jesús hace ese planteamiento porque es un profeta escatológico que predica la inminente llegada del Reino de Dios. Y en esos momentos, lo único que importa es la entrega a Dios. Por tanto, si bien Jesús previene contra la riqueza, no la condena sin paliativos.

Entonces, ¿consideraba la neosanta que el diputado no va a entrar en el Reino de Dios por ser rico? La respuesta está en la coincidencia que ella ve entre el comunismo y la Iglesia. Para entenderlo hay que considerar la “controversia pelagiana” del siglo IV. Las primeras comunidades cristianas (siglos I-IV) vivieron pobremente hasta que el emperador Constantino, tras su conversión, dictaminó el año 321 que “todas las personas, a su muerte, tendrán libertad de legar cualquier bien que deseen al santísimo y venerable concilio de la Iglesia católica” (“Codex Theodosianus” 16.2.4). A partir de ese momento, la Iglesia empezó a canalizar donaciones hacia sí misma. El campeón de ese proceso fue Agustín, obispo de Hipona, quien consiguió aplastar a Pelagio y a su epígono, Juliano de Eclana, defensores de la condena radical de la riqueza. Agustín santificó la riqueza, con tal de que redundara en beneficio de los pobres de la Iglesia y del clero; los ricos podían estar tranquilos en su riqueza. Agustín había hecho la exégesis adecuada de Mateo 19: 23-30: los ricos podían salvarse si conseguían “un tesoro en el cielo” con sus riquezas mundanas. Se unían así el cielo y la tierra en un intercambio comercial: riquezas por salvación.

Así pues, la victoria de Agustín sobre los pelagianos puso las bases de la inmensa riqueza de la Iglesia. Tanto es así que a fines del siglo V ya se había vuelto riquísima; esto confería a los obispos bienes sin cuento e inmenso poder. Se planteó entonces la contradicción entre la pobreza evangélica y la inmensa riqueza de la que estos disponían. Pero encontraron en el derecho romano la solución para seguir disfrutando de ella: la riqueza de los obispos adoptaba la paradójica forma de riqueza sin riqueza; el obispo no tenía su dominio, era un mero administrador: podía así disponer como un autócrata de las riquezas de su iglesia con tranquilidad de conciencia.

Y esto es precisamente lo que la neosanta comunista quiso decir: ustedes aspiran a la pecaminosa propiedad privada, nosotros solo administramos la riqueza del pueblo, y como somos sus dirigentes autocráticos, disponemos de ella como nos place; pero no aspiramos a ser asquerosos propietarios como ustedes, condenados por ello al fuego eterno. Por eso yo fui al Vaticano en un Falcon del pueblo, no mío, por el que no tuve que pagar nada, a ver a otro autócrata, riquísimo administrador de santos tesoros que tampoco son suyos; y vivo en un apartamento, de más de 500 m2, por el que no tengo que pagar nada, porque es del pueblo.

Y así es como Agustín de Hipona acabó siendo, indirectamente, el justificador del comunismo y del viaje de Santa Yolanda al Vaticano.

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