Las grandes capitales, en las que se concentran las élites sociales, económicas, académicas, intelectuales y de los distintos poderes, cruzándose sus individuos en los mismos foros, laboreos, cenáculos, saraos y reuniones sociales (incluidas las funerarias), donde entrecruzan pareceres, componen el discurso coral y se reafirman unos a otros en supuestas convicciones, se convierten en cazuelas donde se cuecen a fuego lento salsas y tropiezos. A la vez en la tartera se urden relaciones y pactos de conveniencia, que atan al discurso el interés. Como la verdad que sale del guiso, tan densa que se pega a las paredes de la vasija, es sentida por todos como evidente, una gran capital se convierte en fortín defensivo de esa ortodoxia frente a los heterodoxos. El modelo se replica en las pequeñas capitales, con la única diferencia de que en ellas, salvo las defensas, todo es más pequeño.