La Agencia de Ciencia, que ha iniciado su andadura esta semana con la culminación por el Principado del anteproyecto de ley que la crea, constituye otro intento de potenciar la investigación y el desarrollo tecnológico y convertirlos en palanca de la recuperación económica. A tenor de sus propósitos, hay que recibir la iniciativa con entusiasmo. Algo así era una necesidad imperiosa para el despegue de Asturias. Aunque, como experimento con el camino por desbrozar, nadie podrá considerar realmente si conduce hacia el destino adecuado hasta alcanzar la meta. De los pasos que se den en los próximos meses, de la ambición, consenso y voluntad de romper ataduras, dependerá que hablemos en el futuro de un instrumento exitoso como motor de cambio en la región o de otro momio irrelevante. 

La constitución de la Agencia de Ciencia, engullendo como nodo nuclear al Instituto de Desarrollo Económico (Idepa), supone un cambio de calado en la estructura del Gobierno asturiano. En lo administrativo, unifica líneas dispersas y descoordinadas, algo que debe dotar de agilidad y coherencia las decisiones a partir de ahora. En lo conceptual, vincula plenamente la promoción empresarial a la innovación con la pretensión de conducir la región hacia una perspectiva más verde, sostenible y digital, un salto cualitativo importante. Y en lo político, altera antiguas estructuras de mando robusteciendo la Consejería de Ciencia en detrimento de las de Industria, que regía el Idepa, y la de Medio Rural, ya que pasará a integrar también al Serida, volcado en el sector agrario.

Casi tres años ha tardado en gestarse lo que fue el gran compromiso diferencial del actual presidente del Principado al inicio de su legislatura. Llega tras una batalla interna al máximo nivel en el Ejecutivo y entre funcionarios de alto rango. El papel de Borja Sánchez, el consejero de Ciencia encargado de la tarea –además de investigador, luego debería saber lo que trae entre manos, amigo personal de Barbón desde la infancia–, sale reforzado. La lucha de poder y las reticencias no marcan un precedente idóneo, pero resultan intrascendentes porque lo sustancial no es de quién dependa la Agencia, sino que cumpla su cometido con eficacia.  

De la excelencia de los científicos asturianos podemos hablar sin complejos. Los lectores de LA NUEVA ESPAÑA tienen una prueba semanal en las series “Investigación, divino tesoro” y “Asturias exporta talento”, que publicamos los miércoles y los sábados. También en “Asturianas con ciencia”, la tribuna mensual de las investigadoras de la región, y en la Semana de la Ciencia “Margarita Salas”, que anualmente organiza este periódico. Toda esa pléyade de expertos coincide, aquí y en la lejanía, en trasmitir un mensaje idéntico: Asturias precisa cultivar y atraer conocimiento. Desarrollarse como potencia industrial, agroalimentaria, tecnológica y biosanitaria y promocionarse a la par como paraíso saludable con elevados estándares de calidad para residir.  

Emigrar no implica algo negativo, sino al contrario: una experiencia enriquecedora que amplía horizontes y contribuye a la larga a un benéfico retorno de valor añadido. Lo malo es cuando alguien afronta ese tránsito a la fuerza por la falta de itinerarios adecuados en su entorno, por la escasa valoración de su labor o por la ausencia de becas y contratos que premien el mérito sin convertir la misión de sumergirse en el laboratorio en un ejercicio de funambulismo para la supervivencia.  

Grandes multinacionales tienen en Asturias centros tecnológicos de primerísimo nivel y hasta una asturiana dirige el CSIC, la máxima entidad investigadora española, un potencial intrínseco de partida en el que apoyarse. La pandemia, además, ha ayudado a visibilizar la estrecha relación entre ciencia y progreso. Los avances no solo salvaron a miles de personas con la rápida aparición de las vacunas, sino que permitieron a los ciudadanos mantenerse conectados y trabajar a distancia.

El mayor riesgo consiste en equivocar las prioridades: si se trata de repartir café para todos, replicando el viejo modelo clientelar tan improductivo y frustrante, el fracaso está asegurado

Empezar a pensar en grande para ponerse al día con los países adelantados exige que la inversión en ciencia no desaparezca cuando toque apretar otro ojal del cinturón presupuestario. En el camino surgen amenazas. El proyecto genera ilusión en amplios sectores. Que tardara en materializarse da idea de la conciliación de intereses que aún le queda por delante. El inmovilismo puede acabar diluyendo las expectativas. La burocracia, limitando su papel a un ente tramitador de subvenciones sin estrategia detrás alguna. Y el electoralismo, convirtiéndolo en flor de un solo mandato. 

Pero el mayor riesgo será equivocarse en las prioridades e incumplir un requisito básico: elegir basándose en datos objetivos las tareas a impulsar, aquellas en las que Asturias tenga posibilidad de despuntar. Si se trata de repartir café para todos para evitar descontentos, replicando el viejo modelo clientelar tan improductivo y frustrante, el fracaso está asegurado. Por eso, a la andadura que acaba de iniciar el Principado para promocionar y rentabilizar el empuje en I+D+i difundiéndolo al tejido empresarial hay que desearle el mayor de los aciertos. Que este sea el intento definitivo, el verdadero. No existen aceleradores más potentes para transformar el mundo que la educación y la ciencia.