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Humanas y divinas

Una de colegios y sus lecciones de vida

Lo humano, que viene del humus, es una continua descomposición, todo muy frágil y quebradizo, siendo esa su materia, que es madre (mater) de todo. Que un tanatorio como el de Oviedo se denomine Los Arenales puede ser el sumo de lo preciso y exacto, y también puede ser cosa de humor, de humor ovetense, como lo del “Escorialín”. Y lo divino, que es afán de lo humano, es eterno e incorruptible; tiene la pureza de lo imaginario y fantástico; no necesita de intestino ni de colon. Muy necesario lo divino a lo humano, más que un complemento o adorno, mucho más que un broche, una pitillera de plata o una polvera con espejito para caras blandas y duras.

Humanas y divinas

–Y lo que antecede ¿a qué viene? –se preguntará usted, lector o lectora.

–Y yo qué sé –les respondo–; estoy como ustedes, pero si está ahí escrito, ya no se puede borrar, y lea –es un consejo– lo siguiente por si tal vez tuviese relación con cosas humanas y divinas.

En los Maristas del Auseva, en Santa Susana de Oviedo, se decía que los de ese colegio, en aquel tiempo, eran los mejores y más listos, seguidos a distancia, mucha, de los Jesuitas de la Inmaculada de Gijón, también llamados “los guerreros del Simancas”. Eso nunca lo creí del todo, viendo quién tenía delante, subido a la tarima y delante del encerado negro y verde: eran maristas hermanos, que llevaron babero, que eran sabi/cortos, que procedían del páramo o del secarral leonés; el Hermano Director, que tenía rango de Reverendo, se apellidaba Álvarez. Por el contrario, los jesuitas eran padres, nunca llevaron babero, eran sabi/largos, más de ciudad que de aldea cazurra, y con apellidos de aristócratas, como Lamamié de Clairac, de la tauromaquia salmantina, el Rector de La Inmaculada.

Además, para mayor mosqueo, a dos compañeros de colegio, que no eran tan listos como su papá –era, al parecer, registrador de la propiedad– este los encerró en el internado de La Inmaculada de Gijón para su derechura.. También se decía por Santa Susana que estaban muy entretenidos los jesuitas dando y quitando, continuamente, premios, menciones y honores, colgando y descolgando fotografías en los cuadros de honor, y colocando bandoleras de colores a alumnos y a exalumnos. En los maristas eso sólo ocurría en el Día de la Madre, en diciembre, con festejos en el Teatro Campoamor, incluida tabla de gimnasia dirigida por un Policía Armado, con asistencia del Gobernador Civil y de don Benedicto, cura e inspector provincial de Enseñanza Media.

Encontrándome de paso en Gijón, qué mejor que investigar la excelencia jesuítica, sabiéndoles muy de Comillas y de puntos y comas. Así, discreto como un espía, fui a la “Iglesiona”, a la dominical misa de once de la mañana, que allí oficiaban tres padres de la Compañía de Jesús, y siempre procurando no confundir esa Iglesia del Corazón de Jesús con la del otro, el Corazón el de María, de los hijos del Santo Claret, confesor de reinas gordas, valleinclanescas y de borbónicos aturdimientos, también sexuales –las reinas, naturalmente–. Eran, pues, muchos Corazones, dos en Oviedo y dos en Gijón; dos de jesuitas, de Jesús, y dos de claretianos, de María.

El celebrante de la misa de once era el Padre Pineda, sin pelillos o hierbas en la cabeza, seca ya la copa como una autopista, y que pasaría, luego, al llamado “Teléfono de la Esperanza”, el Padre Gago, pequeñito, teólogo y filósofo, predicaba y cantaba en lo alto del púlpito de la izquierda, según se mira al altar; apenas se le veía, aunque muy en sincronía con el P. Pineda en cantos y rezos. El tercer jesuita, que tenía colas de hombres y mujeres para confesar pecados, de cabellos nevados, se anunciaba en el confesionario con un letrero: “P. Valeriano Rivas”. El Padre confesor, cerraba las puertas del confesionario con bríos y garbos de torero y, como harto, marchaba a escribir sobre el suicida Larra en el periódico local. Y el Padre Gago, desde el púlpito y sermoneando, explicaba, convincente, con detalle cosas del purgatorio por ser teólogo y cosas de Pitágoras por ser filósofo.

Escuchando al P. Gago, sobre el purgatorio y los pitagóricos, me acordaba del profesor de Filosofía de los Maristas, un laico y estrafalario en todo menos en el traje que vestía, un elegante “Príncipe de Gales”, como comprado en Al Pelayo, el almacén general de Secades, el del 2x1, también varón de Grado. Esa elegancia chocaba con la condición de director del Colegio San Agustín, lleno de humedades y goteras, cerca de la Corrada, la del Obispo, hoy Casa Sacerdotal. El profesor ovetense de Filosofía tenía un peculiar método de enseñanza, consistente en obligar a aprender de memoria conceptos filosóficos que estaban en el manual de Filosofía, escrito por un tal Joaquín Carreras Artau. Por eso, lo poco que sé de Filosofía, quedó, desde entonces, en mi memoria; así, por ejemplo, la Lógica era “el estudio sistemático de las formas o procedimientos con los que la razón humana elabora el saber”. Y de Pitágoras, insistieron el profesor laico y el clérigo predicador, que rechazaba que sus seguidores, los pitagóricos, comieran alubias, pues en ellas estaban incrustadas, pegadas, las almas de los muertos (en Hispanoamérica a las alubias llaman “porotos”).

Lo de las alubias pitagóricas trajo cola, pues de ello no me puedo olvidar en mis continuos viajes a San Sebastián, rechazando comer las sabrosas alubias de Tolosa, en Casa Bartolo, en el casco viejo donostiarra, invitado por amigos, por aquella rara creencia y recuerdo pitagórico. Con la otra especialidad tolosana, los estofados de lengua de ternera, no tuve problemas. Y si no almuerzo alubias de Tolosa, me atiborro a merengues, en la Confitería Oyarzun, que está a la izquierda entrando en el casco viejo donostiarra. Y de las cosas vistas y oídas a los padres jesuitas en Gijón, conté maravillas en los maristas de Oviedo, que desde entonces me cogieron rabia, en particular el Hermano Aquilino que, como nada sabía, enseñaba lo del “Formación del Espíritu Nacional” –eso fue en segundo de Bachillerato–. Desde entonces fui amigo de jesuitas, que hasta me regalaron un libro espléndido sobre San Ignacio y el Arte.

También me interesaron mucho los capuchinos, con pelambres más que con barbas, y muy cetrinos. La misa capuchina de las trece horas, los domingos, la oficiaba el Prior, que una mañana desapareció, explicando el sacristán, también barbudo, con misterio, que el Prior había salido a pasear con una catequista y que no volvió. Y el convento de los encapuchados, húmedo y gris, era pobretón como el mismo San Antonio de Padova, viéndose cerca el Cine Los Campos, de los Campos Elíseos, un verdadero Coliseo y con gallinero para la bulla en las escenas peliculeras de amor.

Muy cerca estaba la casona para caridades de las llamadas Religiosas de María Inmaculada del Servicio Doméstico. De ellas se decía por el barrio gijonés de Los Campos, que aquellas monjas eran muy preparadas, pues sabían tomar la tensión, y lo hacían gratis a los pobres, aunque muchos decían que no eran necesarias, pues los pobres siempre eran de tensión baja ¡pobres!

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