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Javier Junceda

De leyes y estatutos

El armazón jurídico institucional en Asturias

De leyes y estatutos Javier Junceda

Un centenar y medio de leyes componen el armazón jurídico sobre el que desenvolvemos la vida institucional en Asturias. Mil setecientas cincuenta páginas se necesitan para reproducir sus artículos, algo que hace la compilación que abordan con éxito desde 1987 los Letrados de la Junta General.

¿Son muchas o pocas esas leyes para regularnos como Comunidad? Antes de responder a este interrogante hemos de adelantar que ese ordenamiento no es el único al que debemos de atenernos, sino complementado con infinidad de normas comunitarias, estatales y municipales.

Dos ilustres maestros del derecho español que mantenían vínculos académicos y profunda amistad, Ramón Martín Mateo y Francisco Sosa Wagner, se ocuparon en alguna ocasión de esta inflación normativa. El primero publicó en 2000 un sugerente trabajo titulado precisamente “La ignorancia de las leyes. Las actuales circunstancias”, en el que ponía en entredicho la vigencia del secular principio del desconocimiento legal como excusa de su incumplimiento.

ilustración de Pablo García.

ilustración de Pablo García.

Se preguntaba el recordado jurista vallisoletano si con miles de disposiciones directa o indirectamente vigentes era posible seguir manteniendo viva esa clásica máxima. Y lo mismo cabría plantearse hoy, porque desde que don Ramón escribió ese estudio hace veintidós años, el proceso de creación legislativa no ha dejado de multiplicarse por diecisiete –las asambleas autonómicas que tenemos– y por ocho mil ciento treinta y uno –que son los municipios que hay en España–.

Sosa, por su parte, ha venido insistiendo en que la labor parlamentaria nunca puede contemplar como único objeto la producción de más y más leyes, sino cuidar de que estas sean buenas y se cumplan, aparte de controlar como es debido al poder ejecutivo.

Comparto las ideas de ambos autores. Una vez que el marco legislativo establecido en cumplimiento del Estatuto se ha coronado, aunque existan flecos pendientes, como el régimen local, hemos de aplicarnos especialmente en su sistematización y actualización, tratando de dotarle del mayor grado de utilidad y aplicabilidad posible. Mal haremos si lo dejamos dormir el sueño de los justos sin operar en él las oportunas reformas, y mucho peor si nos aventuramos a propuestas que solo pretenden satisfacer a una determinada parte del electorado, los hinchas del partido dominante, desconociendo a las restantes. O si aspiramos a llevar a la ley ocurrencias adolescentes, que de todo hay en la viña de sus señorías.

Pienso de todos modos que nuestra Autonomía cuenta con las leyes que con las que debe contar, aunque puedan parecer demasiadas. Pero ahora el objetivo pasa por mirar con esmero a su contenido regulatorio, evitando que caigan en obsolescencia, y también de velar por su modernización al compás de los tiempos. De ahí que no sea ningún fracaso que una legislatura se salde con pocas leyes, sino que lo haga sin haber intervenido en aquellas que precisan retoques o cambios profundos para que nos puedan seguir sirviendo. No es el momento de nuevas leyes, por consiguiente, sino de grandes leyes, algo bastante más importante.

Nuestro Estatuto ha alcanzado también la madurez por el amplio grado de acuerdo con el que se fraguó y con el que debería continuar contando. Aunque el régimen de mayorías para su promulgación sea el que es, con apoyos más allá de esas cifras las normas básicas acostumbran a garantizar su permanencia, facilitando que la sociedad encuentre en ellas el necesario amparo. Lo contrario certifica la constante alteración del modelo en cada proceso electoral, algo nada saludable. Las leyes esenciales han de renovarse cuando toque, por descontado, pero con el mayor nivel de confluencia posible entre las distintas formas de ver las cosas. Como por cierto hemos sabido hacer aquí con sabiduría y sin ningún espíritu inmovilista a lo largo de estas cuatro últimas décadas, forjando fuertes cimientos sociales y políticos sobre los asuntos fundamentales, para luego dejar a la pirotecnia partidista lo que le es propio. No entenderlo así suele augurar períodos de inestabilidad que polarizan innecesariamente y acaban frenando el progreso, tarde o temprano.

La experiencia acumulada en estos cuarenta años nos recuerda que son precisos holgados consensos para que esto funcione, y mucho más en el caso de nuestra norma de cabecera. Por eso no parece recomendable sugerir modificaciones sustanciales en la forma de organizarnos sin contar antes con esa amplia y generosa aprobación ciudadana, porque el orden jurídico y social acostumbra a demandar siempre ese común asentimiento sobre lo principal, que no solo es posible sino además deseable, inteligente y audaz.

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