Buena parte de las ciudades españolas, y entre ellas las principales asturianas, están inmersas en procesos de transformación de su ordenamiento para adaptarse a las nuevas exigencias sociales. El prototipo de planeamiento emergente deja atrás el paradigma imperante en la década de los noventa, basado en transformaciones faraónicas que magnificaban el componente estético en detrimento de la generación de espacios “habitables”. El diseño de las urbes vira hacia planteamientos limpios y energéticamente eficientes, que tienen en cuenta otra lógica: Aparcamientos disuasorios, transportes públicos eficientes, carriles bici, aligeramiento de la densidad urbana, peatonalizaciones. Lo que está decidiéndose ahora cambiará la fisonomía de la región. La clave es hacerlo para bien con propuestas meditadas. 

Estos nuevos tiempos, en los que la pandemia actuó como acelerante, traen cambios en la forma de trabajar o en los hábitos y también en el desarrollo del espacio físico en el que se plasman las interrelaciones: las ciudades y los núcleos rurales. La mayor parte de las normas de ordenación en vigor data de una época de fuerte demanda de vivienda y aprovechamientos al milímetro, antesala de la burbuja inmobiliaria. Aquella etapa se caracterizó por un cambio sustancial de los cascos urbanos gracias a obras espectaculares. Ese impulso redobló la popularidad de muchos alcaldes que lograron mantenerse en el poder por largos periodos.

Con la mayoría de los planes de la región en revisión a la vez de manera espontánea, LA NUEVA ESPAÑA desentraña hoy en su suplemento dominical “Siglo XXI” las coordenadas del urbanismo que viene porque va a marcar otra época. Estamos ante un movimiento que intenta humanizar la construcción con diseños “amigables” y que se apoya en criterios muy distintos a los de hace casi cuatro décadas.

La prioridad actual consiste en crear extensiones “reverdificadas”. Los espacios peatonales, según cuentan los arquitectos, ya no van a ocuparlos las farolas ostentosas y las baldosas de lujo sino ejes diáfanos, amplios y abiertos, decorados con elementos sencillos y pequeños bosques. El triunfo del minimalismo verde, el reencuentro con lo natural. El concepto de jardín también ha caído en desgracia.

Las edificaciones pierden concentración y verticalidad. La tendencia en boga reinventa las calles: de calzadas rígidamente compartimentadas donde reina con poder absoluto el coche a plataformas únicas –de aceras y arterias al ras– que democratizan su uso, contienen la agresividad del tráfico y limitan las velocidades. Irrumpen la bicicleta y el patinete. En algunos lugares su utilización ha crecido exponencialmente en apenas un lustro. Gran ventaja en términos de reducción de emisiones, pero un inconveniente para armonizar la circulación con los derechos de los peatones. La materia gris pasará a convertirse en el principal combustible de las industrias futuras. Las fábricas del siglo presente, que rompe con los moldes establecidos, producirán ideas antes que materiales y no necesitarán de vastas superficies. Lo fundamental es que sean flexibles.

Oviedo, Gijón y Avilés plasman bajo estas premisas la renovación de sus tramas. Los polos biosanitarios o tecnológicos, las millas del conocimiento y de la innovación sustituyen a los polígonos. Las peatonalizaciones avanzan a pasos agigantados, redescubriendo el valor de los ámbitos comunes compartidos. Langreo gana suelo a las empresas desmanteladas y al tren, soterrando las vías. Mieres transforma en parque parcelas destinadas a pisos. A rebufo del mismo empuje renovador eclosionan las casas unifamiliares. Siero, Llanera y Villaviciosa anotan con ellas progresiones demográficas deslumbrantes con la llegada de jóvenes teletrabajadores.

El propósito de no volver a actuar al tuntún en la redefinición de las ciudades y la meta de revitalizarlas trenzando con sus pilares un proyecto común de región deberían ocupar un lugar primordial en el debate regional

Asturias cuenta con una posición extraordinaria para engancharse con éxito al fenómeno del nuevo urbanismo saludable. El área central funciona en realidad con todas las ventajas de una megaurbe de 800.000 habitantes, pero ninguno de sus inconvenientes, disipados en polinúcleos de tamaño manejable. Una peculiar y compacta estructura de pequeñas villas vertebra las zonas rurales, posibilitando calidad de vida y equilibrio en la distribución territorial de los servicios. 

El modelo urbanístico de la “era de la toneladona” fue posible gracias a la lluvia de millones que recibieron por entonces desde Bruselas los ayuntamientos, con España como flamante socio europeo. La manguera de la UE riega otra vez el país para la recuperación, en plena redefinición del entramado metropolitano. Sería imperdonable que las tensiones políticas, territoriales y sectoriales que afloran estos días malograsen un maná excepcional. Ese chorro de dinero ofrece una ocasión inmejorable de proporcionar un brillo distinto a las ciudades, rediseñándolas a la medida de la escala de valores colectivos –como la sostenibilidad o la igualdad– que empiezan a dominar la opinión pública. El propósito de no actuar al tuntún, con cada administración navegando por su cuenta, y la meta de revitalizar las urbes trenzando con sus pilares un proyecto común de región deberían pasar a ocupar un lugar primordial en el debate regional.