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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

¿Disciplinados o borregos?

El comportamiento en la pandemia desbarata tópicos, generalizaciones y etiquetas

El sinsentido de la obligatoriedad del uso de mascarillas en exteriores ha puesto a prueba a los españoles. La arbitraria medida del Gobierno ha sido seguida a rajatabla por los ciudadanos, pese a que todas las informaciones alertaban de su inutilidad y el sentido común nos advertía de que no servía para nada. Basta echar un ojo a la calle para ver que la medida ha sido acatada por una abrumadora mayoría. Puede tratarse de disciplina cívica o de simple miedo. Cada uno tendría sus razones para llevarla. Pero el acatamiento lleva a una pregunta muy simple: ¿es el español un pueblo disciplinado o aborregado?

El viernes de la pasada semana, la ministra de Sanidad anunciaba el fin de la obligatoriedad. Sin embargo, la medida no entró en vigor hasta hoy, jueves. Incluso durante esos seis días su uso ha sido generalizado. Cumplimos los plazos con una precisión suiza. Cualquiera diría que fuéramos chinos o alemanes por la imagen de bienmandados que hemos dado. Incluso hoy y los días siguientes –¿hasta cuándo?– serán muchos los españoles que, pese a la libertad para no llevarla, la lleven por costumbre o por si acaso.

Comprobamos que pese a saberse con certeza que el coronavirus se transmite por el aire, nos seguimos lavando las manos con una insistencia inaudita. Bien está, por otra parte, ya que gracias a eso evitamos otras infecciones que sí se transmiten por el contacto.

No fue hasta el fin de semana pasada, gracias a la alerta del escritor Daniel Gascón en una columna, cuando caímos en la cuenta del desproporcionado castigo que supone para los niños llevar mascarillas en interiores. Nuestros pequeños han soportado, con fortaleza espartana y obediencia ciega, la desproporcionada medida cuyos beneficios son infinitamente menores a sus perjuicios. A esos mismos niños ya se les había encerrado en casa, ya se les habían clausurado los parques infantiles. Muchos de ellos no conocen otra vida que la de las restricciones a su sociabilidad. ¿No les marcará eso de por vida?

Un día sí y otro también se publican denuncias sobre el colapso de la sanidad primaria. Es imposible conseguir citas en un tiempo razonable. Desde la ventana, contemplo como cada día, a partir de las ocho de la mañana, decenas de personas, en su mayoría ancianos, se agolpan en la acera convertida en sala de espera del centro de salud. En la calle, de pie, aguardan –y aguantan resignados– su turno, sin un triste banco en el que se sentarse. Los enfermos de extrema gravedad, o crónicos, siguen dos años después viendo retrasados sus tratamientos por el llamado efecto covid, con consecuencias irreversibles en no pocos casos.

Hemos tenido que soportar desabastecimiento de mascarillas y test de antígenos cuando más los necesitábamos. Cuando por fin han llegado a las farmacias, hemos pagado, y seguimos pagando, cantidades a todas luces desorbitadas. Basta ver en las calles de París o Berlín los puestos callejeros donde se realizan estos test de forma gratuita.

Los españoles tenemos fama de ser un pueblo díscolo, despreocupado y desobediente. De ser vagos, vividores y sesteros. Se nos acusa de pasarnos la vida en bares y terrazas, cuando no en botellones, más preocupados por el fútbol o la cancelación de nuestras fiestas populares que por la salud pública. Sin embargo, somos uno de los países donde más disciplinadamente hemos acatado todas las restricciones. No hay más que ver el porcentaje de vacunados. No ha habido un solo incidente de insubordinación, de manifestación violenta contra medidas a todas luces injustas. Igual es hora de desenmascarar los tópicos. Sea por miedo, por adocenamiento o por disciplina hemos cumplido con un civismo exquisito hasta las medidas más irracionales de nuestros mandatarios. Va siendo hora de que se nos haga justicia. A cada uno lo suyo.

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