Hace años, en pleno estallido de la crisis financiera, fue la prima de riesgo. Hace días, el índice de contagios de la pandemia, cuya curva no se dejaba aplanar. Hoy, la tabla del mercado eléctrico, que asciende con la verticalidad de una escarpada pared de los Picos. Desde 2008, los ciudadanos desayunan pendientes de la evolución de unas gráficas de experto que ahora son el termómetro de su temor o su confianza. La incertidumbre de la osadía rusa trastoca todos los planes. Arcelor cierra instalaciones y Azsa rebaja producción. La luz ya es el doble de cara aquí que en Francia. Los precios ahogan a pequeños negocios y autónomos, nadie se libra. Es la guerra, sí, culpable de lo que está ocurriendo, pero también los desajustes de erradas políticas económicas anteriores que agravan sus efectos. 

Vivimos una conflagración. Nadie puede sustraerse al terrible drama, aunque cueste admitir que esto esté repitiéndose en Europa y en pleno siglo XXI. Cuando al derecho internacional lo sustituye la atrocidad de la fuerza, los europeos ya saben dónde situarse. No hace falta el auxilio de los augures para prever que imponer entre tanto odio la razón entrañará mucho sufrimiento. Ya pagamos consecuencias. En estos instantes iniciales, algunas regiones ciertamente con mayor intensidad que otras. Como Asturias. Además de los fusiles y los tanques, a dirimir cualquier contienda ayudan otras armas estratégicas, como la energía. Las disparatadas alternaciones en el precio de la luz y las gasolinas y la patada al tablero geopolítico que desencadena la ofensiva en Ucrania atenazan a muchas empresas y negocios asturianos, comprometiendo miles de empleos del gran corazón industrial de la región.

Diluvia sobre mojado. Asturias ya tenía un problema con una renovación verde emprendida deprisa y sin miramiento. Las térmicas cerraron, las alternativas no surgieron. La “transición justa” fue hasta la fecha solo un eslogan. Las bombas no ponen en cuestión la necesidad de sustituir combustibles fósiles por renovables. Muy al contrario, la aceleran. Además de por el cambio climático, para garantizar la independencia de las fuentes que alimentan el motor de nuestro progreso. Pero una transformación de tal envergadura ni puede improvisarse, ni debe abordarse sin calcular con precisión los requerimientos.

Los empresarios reivindicaban soluciones antes porque estaban asustados ante un salto gigantesco. Lo que eran toques de atención acaban de convertirse en gritos de socorro. Permaneciendo fieles al objetivo final de definir un modelo sostenible para digerirlo con calma, la situación exige actuaciones transitorias inmediatas que alivien la carga y esquiven una catástrofe.

Asturias padece por su peor situación de base. Sin las correcciones estructurales siempre postergadas para guiar la educación a la excelencia, ampliar la población activa, minorar el peso del empleo público y dejar de dopar la renta con pensiones, jamás se cerrará la brecha con las comunidades avanzadas ni alcanzará la actividad velocidad de crucero. Y acabarán marchitándose prematuramente expectativas que invitan al optimismo como el consorcio del hidrógeno, la llegada de multinacionales punteras de la logística, el rescate de grupos emblemáticos que vuelven a despegar, el esplendor de los astilleros, el renacimiento de las ciudades con la reutilización de parcelas y el auge rural y agroalimentario.

Permaneciendo fieles al objetivo final de definir un modelo energético sostenible para digerirlo con calma, la situación exige soluciones transitorias inmediatas que alivien la carga y esquiven una catástrofe

En tiempos de turbulencia o de bonanza, nada hay tan decisivo para el mantenimiento de nuestro estilo de vida como el acierto en las políticas económicas, o sea en proteger y multiplicar la riqueza. Cada crisis, y arrastramos tres consecutivas de calado en catorce años, incrementa las desigualdades. Y estas no perjudican únicamente a los desfavorecidos, sino que castigan a la clase media. Empobrecer o menguar el gran factor de estabilidad –la cohorte primordial de contribuyentes– bloqueando en la planta baja el ascensor social arroja a la política ácido corrosivo.

La guerra añade oscuridad. Conquistas minusvaloradas de repente corren peligro. Y comprobamos que, aunque otros ciudadanos del continente nos parezcan distintos y distantes, hablamos su mismo idioma: el de la libertad y los derechos, que precisan de cuidados constantes. Ambos bienes están hoy corrompidos por el peor de los venenos, el nacionalismo. De su exacerbación emergen populismos y caudillismos. Solo desde deformaciones semejantes, una plaga, puede explicarse que diputados de derechas y de izquierdas en los extremos se coloquen de perfil en la Junta para evitar la condena de la agresión rusa o que autócratas sin escrúpulos como Putin impongan a sangre sus deseos.

Para revertir el declive en algún momento habrá que profundizar en estos aspectos, de los que depende el futuro y la tranquilidad de esta parte del mundo que nos ha tocado habitar, privilegiada por sus elevadas cotas cívicas y de bienestar. Nada será posible, no obstante, si antes que cualquier otra cosa no logramos la única absolutamente decisiva, la llave para abrir el resto: parar la guerra cuanto antes.