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Jaime Izquierdo

La comunidad del vagón y la aldea del porvenir

En el aniversario del mayor atentado sufrido en España

El 11 de marzo de 2004, como cada día desde hacía más de diez años, Carmen esperaba en el andén de la estación de Vicálvaro al tren que debería llevarla a Atocha para empezar su jornada laboral en un café de la calle Huertas. Se subió al vagón y cuando se bajó, casi dos meses después, lo hizo en la UCI de un hospital. Después vendrían unos cuantos meses más en planta recuperándose de las heridas de un cuerpo maltrecho, otros cuántos de rehabilitación para volver a andar y casi un año de terapia para curar el alma y volver a dormir al menos un par de horas seguidas sin pesadillas y sin dolores.

Más de dos años después le dieron el alta y volvieron a contratarla en el café de la calle Huertas. El día que, a la misma hora de siempre, estaba esperando en el andén de la estación el tren que la habría de llevar a Atocha para reincorporarse de nuevo al trabajo casi no podía mantenerse en pie. El recuerdo del sufrimiento por lo sucedido estaba a punto de derrumbarla. Entró el tren en la estación, se paró, se abrieron las puertas y Carmen, sacando fuerzas de donde no había, dio un paso adelante y se subió al vagón.

Al momento, se levantaron unos cuantos viajeros y se abalanzaron sobre ella. Abrazos, besos, lágrimas de unos conocidos desconocidos con los que llevaba años viajando en silencio en el tren, casi siempre en el mismo vagón, sin que nunca se hubieran cruzado una palabra, tan solo miradas furtivas y discretas. Pero ese día, Carmen regresó del más allá y sus compañeros anónimos de siempre, que ante su prolongada ausencia la habían dado por muerta, la recibieron como la última de las supervivientes del atentado de Atocha.

Los días y las semanas siguientes fueron de conocimientos y reconocimientos mutuos entre personas que dejaron de ser anónimos para empezar a dialogar y convertirse en compañeros de viaje, compañeros de vida. Tengo tres hijos, trabajo en el Ayuntamiento, ayer preparé un bizcocho, llegué a Madrid de niña, soy de un pueblo de Teruel, estoy en el paro, este bolso lo compré en las rebajas, cambié de trabajo, el pequeño no me come nada,…

Los días y las semanas siguientes fueron también de ponerse nombres. La mujer morena que siempre llevaba un carrito de compra, dejó de ser la mujer del carrito y pasó a llamarse Eugenia. El señor calvo que siempre iba leyendo, resultó ser Benito, trabajaba en una empresa de instalaciones eléctricas y era del Atleti. La chica joven del piercing en la nariz y el pelo azul, Julia, estudiaba Bellas Artes. Y fueron también días de hacerse preguntas por los ausentes. ¿Qué se sabe del muchacho de la mochila negra? ¿Y de aquel hombre de gafas, flaco, de nariz aguileña, como de cincuenta años que se subía en Santa Eugenia? De algunos, nada se sabía. Simplemente habían dejado de subirse al tren. De otros se sabía que habían muerto.

Una mañana, tres meses después de que Carmen volviese a subirse al tren, en la estación de Vallecas se subió el chico de la mochila negra. Llevaba muletas pero allí estaba, Kike, vivo. La comunidad del vagón lo abrazó, lo bautizó con lágrimas y, como le habían hecho a ella, lo integró, lo devolvió a la vida y se convirtió en el nuevo último superviviente y en recién incorporado miembro de una recién creada comunidad.

Una tragedia, un atentado, rompió muchas vidas pero, paradójicamente, creó una comunidad y rescató la parte más humana de nuestra condición: el vínculo que nos hace pertenecer a un cuerpo social, aunque sea circunstancial, o a un lugar. El campo, lo dice José Luis González Rebollar, es el lugar en el que hasta los desconocidos se saludan. La ciudad, por desgracia, es ese lugar en el que hasta los conocidos de vista se desconocen.

Después de los atentados de Atocha, los vagones de los trenes que en su día volaron por los aires hicieron surgir una comunidad porque, de nuevo por paradójico que pueda parecer, lo más virtuoso de nuestra condición humana suele florecer cuando peor están las cosas. El viaje en el tren de cercanías, después de todo aquel horror, tiene ahora el aire, el ambiente, que tenían antes los autobuses de línea llenos de vida, de historias, que llevaban y traían a los vecinos del pueblo al mercado de la villa o, como es el caso, al trabajo en el centro de la ciudad. Tiempo compartido de viaje, de tertulia, de conversación, de comunidad, de humanidad…

Traigo hoy esta historia que me contó Carmen en el café de la calle Huertas porque me parece que la aldea también explotó y voló por los aires hace tiempo. Cuando nos fuimos a vivir a la ciudad renunciamos a la comunidad y al arraigo con la tierra, nos hicimos individualistas y dimos por hecho que la única forma de producir riqueza y generar economía era con la intensificación, la producción industrial seriada o, peor aún, la especulación. Y allí están, esparcidos por el campo, fragmentos de aquellas aldeas de economía local, humilde sí, pero humana, culta, comunitaria, de sólidos principios y valores como principales atributos a la que desde la ciudad –y sus resortes de poder– tratamos como un cacharro inservible y no como una obra de arte que necesita ser restaurada.

Traigo ahora la relación con la aldea porque esta mañana me han hecho llegar una reflexión de Hippolyte Adolphe Taine, historiador de finales del XIX, que decía que cuando se produce un naufragio los tesoros se hunden en el fondo del mar mientras la basura queda flotando en la superficie. Los grandes tesoros de la aldea naufragada –la comunidad, la economía agroecológica que creó, la cultura campesina y sus valores asociados, los bellos paisajes equilibrados…– están hundidos en el fondo de la historia y precisan ser reconocidos como tales, rescatados y rehabilitados para recrear una nueva economía con rostro humano.

De todos ellos, el primero que debe ser recompuesto y recreado con ese objetivo, es el de una nueva comunidad constituida por un grupo de personas que viven en la aldea –los menos y mayores pero también los propietarios de las tierras– o que viven fuera pero sienten la aldea como suya –los más y también más jóvenes– o que han recalado en la aldea para empezar una nueva vida.

La comunidad aldeana del porvenir, como lo fue la del pasado preindustrial, es la pieza angular e indispensable sobre la que articular el proyecto de futuro de la aldea posindustrial y sus habitantes pues sigue siendo cierto que sin perder nuestra autonomía personal necesitamos pertenecer a un lugar, formar parte de un grupo social, compartir intereses comunes que nos den satisfacciones y mejoren nuestra calidad de vida, reforzar lazos y relaciones y dotarnos de pautas compartidas de normas, implícitas o explícitas. Necesitamos volver a constituirla porque más allá de los rasgos que nos identifican individualmente como personas, es la comunidad la que nos arraiga, nos identifica con los lugares, nos humaniza y desbroza el camino del porvenir ahora enterrado en maleza e individualismo, amenazado por guerras, pandemias y disparates.

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